Ayer charlaba con nuestra querida amiga Laura Uve (administradora del blog U-Topía) acerca de cómo la perspectiva sobre la Historia de la que goza el profesional en la materia es bien distinta de la del común de los mortales. Ella, que también es de la profesión aunque un poco menos antigua que yo, de seguro habrá reflexionado, como todos nosotros, cientos de veces sobre este tema. Como advierte el Eclesiastés, “quien aumenta su saber, aumenta su dolor”.
Recuerdo con especial cariño una de mis primeras entregas de premios literarios, unas Navidades en la Fría Mota del Cuervo, Cuenca, donde la Asociación de Amigos de los Molinos de Viento me acogieron cálidamente. Recuerdo aquel relato de marcado regusto pictórico e histórico, como muchos otros que vendrían después. Fue uno de mis mejores títulos, uno de los más lúcidos y fecundo en contenido: “La imperfección del círculo”. Era aquel relato que tomaba por excusa la obra y vida de El Bosco y los recuerdos de un hipotético superviviente del exterminio nazi, amén de una muestra de repulsa hacia la intolerancia, una reflexión sobre lo poco que el hombre ha cambiado en el fondo: sobre su patológica tendencia a tropezar sistemáticamente en las mismas piedras, sobre su aparente torpeza en el aprendizaje (o su pertinaz cabezonería, aún no he acabado de decidirme).
Por eso hoy, justo al volver de clase, he decidido contaros una historia. Una historia que no es una fábula sino un recuerdo lejano de lo que fue. Aunque a veces los recuerdos se mezclan con los sueños y, en ese paisaje vago de la mente, donde las brújulas a menudo pierden el norte, las fronteras se vuelven frágiles. ¿Hasta dónde lo real y lo ficticio? ¿Hasta dónde el pasado y el presente?
El término Pueblos del Mar no resultará ajeno a todos aquellos que tengan un mínimo conocimiento de Historia de Oriente. A estas gentes se responsabiliza del colapso de las instituciones que tradicionalmente habían regido la vida en Mesopotamia: el templo y el palacio. Siempre me ha hecho gracia esa visión que a menudo se nos ha inculcado de determinadas etnias, la demonización que sobre algunos pueblos ha caído como una maldición bíblica. Como si, por ejemplo, los Pueblos del Mar (una denominación que aglutina a gentes de etnias y culturas diversas) hubiesen sido esos tipos malos-malísimos, altos y fornidos, con grandes mostachos (desgreñados y sucios), cascos con cuernos y caras de pocos amigos (quizá por el peso de los propios cuernos…), que desembarcan en plan caballo de Atila (para que no vuelva a crecer la hierba) el primero de enero del 1200 a.C (1) a las ocho de la mañana (sin respetar siquiera la resaca del Fin de Año y el merecido sueño, cosa que hasta los enemigos de Gila tenían el buen gusto de hacer: “Oiga, ¿es el enemigo? Es que me he enterado que vais a atacar a las siete de la mañana. ¿Y no podríais atacar más tarde? Es que a esa hora estamos todos durmiendo”). Porque ellos son bárbaros, sí, y bestias también; pero muy puntuales al tiempo.
En realidad los pueblos del mar no hicieron más que impulsar un proceso interno puesto en marcha en la propia Mesopotamia. Porque, evidentemente, los tiempos ya estaban maduros para un cambio.
Al final del Bronce asistimos a modificaciones fundamentales en la estructura social mesopotámica. Se advierte un malestar creciente, una crisis no sólo de estructuras e instituciones sino también, y mucho más preocupante, de valores. Mesopotamia está agitada por migraciones internas propiciadas por el colapso de las estructuras sociales precedentes, y la reducción demográfica no permite satisfacer las exigencias de los palacios. Pero éstos no parecen dispuestos a adaptarse a la crisis: siguen pretendiendo del ciudadano lo mismo que cuando las cosas iban mucho mejor… No es extraño que las familias caigan en la esclavitud por deudas, pues las gentes consiguen préstamos empleando como aval sus únicos bienes, a esposas e hijos. El miedo y los intereses propician el desmembramiento de la familia, minan la cohesión social: proliferan los documentos jurídicos en los que hermanos luchan entre sí por la herencia paterna. Y esta situación ya ni siquiera intenta ser subsanada por los soberanos, que habían pasado los últimos siglos promulgando reiteradamente edictos en los que se presentaban bajo el modelo real del “buen pastor (re’û, exactamente el mismo término empleado para el señor que cuida de las ovejas… No sé si duele más el paternalismo o el recochineo)”, como el protector de las viudas y los huérfanos. Edictos cuya proliferación demuestran cuán fácilmente se veían relegados al olvido por un mundo despiadado.
Hay, en definitiva, un clima de “sálvese quien pueda”, de preocuparse cada uno sólo de su propio pellejo. Y en estas circunstancias la población se dice, justamente, “si las estructuras dominantes (el templo y el palacio) sólo piensan en sí mismos, si me exigen mi trabajo y viven a mi costa pero no me protegen, como decía Groucho Marx, que paren el mundo que yo me bajo”. Las gentes, para librarse del peso fiscal (y quizá también en parte de determinadas estructuras mentales) impuesto por el modelo palacial, huyen de las ciudades y se estructuran en grupos tribales pastorales, grupos que se conexionan en buena medida gracias a la solidaridad y a los parentescos de sangre. El resultado es que templo y palacio se quedan sin mano de obra, hundiéndose aún más en la crisis. Es una pescadilla que se muerde la cola.
En esa nueva estructura social se encuadran los arameos, que son en origen gentes nómadas, aunque luego se constituyan en estados. Resulta relevante cómo una comunidad se define a sí misma, cómo les gusta ser imaginados. Y es evidente que a los arameos les gustaba considerarse una familia, apelar insistentemente a los antepasados comunes, como demuestran algunos de los nombres de sus estados: Bit Agusi, Bit Adini. En el Hierro observamos una identidad nacional basada en la pertenencia a una familia: una voluntad del ciudadano de recuperar la perdida cohesión social.
El colapso de los tradicionales centros de poder, a la sombra de los que había nacido la escritura con un único fin administrativo (es decir para facilitar el control de los recursos económicos), facilitó una democratización de la misma, que además había ido simplificándose progresivamente gracias a un proceso de fonetización (2) y haciéndose con ello accesible a más personas. Mientras antes la escritura quedaba en manos de profesionales, los escribas, que dedicaban mucho tiempo y esfuerzo a aprender las largas listas de signos. El escriba había actuado como un canal entre la lengua oral y la lengua escrita y también, como un canal entre la población y su propia lengua. Con la destrucción de muchos palacios asistimos a la desaparición de los archivos y a la dispersión de los escribas. Si el poder a cuya sombra viven desaparece, ellos se ven obligados a buscarse, literalmente, la vida de otra forma o cuanto menos en otro lugar.
Más personas pasan a tener la oportunidad de no necesitar intermediarios para acercarse al texto escrito. Este proceso democratizador deja también su rastro en las fuentes. Ahora aparecen, hablando en primera persona, gentes que no habían tenido oportunidad de dejar constancia de su existencia y comienza la historia de los anónimos: un sector de la sociedad cuya historia precedentemente habíamos tenido que rastrear en los testimonios de la clase privilegiada (la que sí tenía acceso a este medio de expresión aunque fuese mediante los escribas), que nos ofrecen una visión subjetiva si no interesada, o en fuentes materiales no textuales, y por ello más sujetas a múltiples interpretaciones. Las nuevas voces implican, además, grandes cambios en la naturaleza de las fuentes: todos los documentos sumerios (como sabéis, los sumerios les prestaron la escritura cuneiforme a los semitas acadios) más antiguos son de contenido económico, mientras los primeros documentos arameos son inscripciones de propiedad en pequeños objetos, breves grafitos en cerámica, inscripciones funerarias, estelas votivas y documentos diplomáticos. Es decir, el mensaje mayoritario es “yo estuve aquí”. Las fuentes escritas revelan una mentalidad cada vez más liberada de las antiguas instituciones, un uso cada vez más individualista de ese “nuevo” instrumento con el que personas anónimas pretenden dejar constancia de su paso por este mundo. Se produce un enorme cambio en la historia del pensamiento humano.
Lo mismo os suena. Aunque supongo que, al otro lado, no todos seréis historiadores…
NOTAS
(1) Recuerdo, por si a alguien se le escapa, que en el 1200 a. C los años, evidentemente, no comenzaban el primero de enero.
(2) Proceso por el cual los signos, que originariamente habían tenido varios valores logográficos y fonéticos, van perdiendo progresivamente los primeros para favorecer a los segundos.
Para escuchar a Alberto Cortez interpretando Castillos en el aire