La
política, noble arte —cuando quiere ser noble— sienta las bases de nuestra
convivencia en comunidad, funda polis —con todo lo que ello implica:
debate, consenso, acuerdo… En definitiva, diálogo y, por ello, progreso—. La
política que persigue el bien común, la grata convivencia, es o debería ser una
de las actividades generosas por excelencia y, por ende, una de las principales
actividades vocacionales. Vocación de servicio, no vocación del medrar y
manipular, ejerciendo un poder que emana del pueblo y detentándolo
torticeramente en contra de su propio patrón.
La política
desligada de la Filosofía se convierte en un arma tremendamente peligrosa, y de
ello hemos tenido sobradas pruebas ya desde la más remota antigüedad. Cuando la
política se desvincula de la ética y la moral todos vivimos bajo permanente
amenaza.
Cuando una
sociedad llega a un extremo tal que la crítica política hacia un contrincante consiste
en echarle en cara a su condición de filósofo —Según determinadas mentes, incompatible con el desempeño digno de un cargo público—, cuando se le
recrimina que su única experiencia como gestor haya consistido en dirigir una
universidad pública —y no pequeña—…, significa —Además de manifestar que la
ignorancia, siempre tan atrevida e imprudente, campa a sus anchas sin mostrar
pudor alguno— que hemos tocado fondo.
Pero, no nos
equivoquemos, los políticos que discurren de ese modo no son distintos de los
ciudadanos de a pie que los votan, del ciudadano medio en general: sus posicionamientos
éticos y morales no difieren gran cosa de los que cada uno de nosotros adopta
en su vida privada. La vida pública no deja de ser un reflejo de lo que sucede
de las puertas de nuestras casas hacia dentro. Por eso toleramos y consentimos,
porque, en el fondo, en nuestro fuero interno, aunque no tengamos el valor de
reconocerlo públicamente —cuando sabemos que el discurso o el acto es a todas
luces reprobable—, nos identificamos y compartimos. «Y quién no lo haría de
poder», sostienen algunos en círculos de confianza.
Da igual a quién
votes, si no lo haces de forma consciente y razonada tu voto carece de valor alguno.
Cuando en una
sociedad la frase «a mí no me interesa la política» se hace del uso común entre
jóvenes y adultos, significa que hemos tirado la toalla: hemos mandado a la
basura un patrimonio de siglos y hemos renunciado, libre e insensatamente, a lo
que hacía la condición humana más humana.
Así que emplazo a los
ciudadanos, y mucho más especialmente a los políticos y cargos públicos, a
repasar la historia del pensamiento desde la antigua Grecia hasta nuestros
días, centrándose sobre todo en la aplicación práctica del hecho filosófico al
ámbito político y la «cosa pública». Encontrarán múltiples ejemplos de grandes
filósofos que dedicaron sus esfuerzos y sus vidas a pensar cómo mejorar la
existencia de las personas. Justo los ejemplos que, por el bien común, debemos
seguir.
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La escuela de Atenas, Rafael Sanzio |
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