Me dirijo a Gargantilla, a Collao de Enmedio. Voy, como casi siempre, en busca de lo que necesito. Y Ella, como siempre, me lo da absolutamente todo: lluvia torrencial todo el trayecto (de ida y vuelta), cielos entre el plomizo y el negro, ausencia total de luz, niebla espesa y nieve.
“¿Qué ha hecho un recorrido así con esa lluvia que caía hoy sobre la zona? ¡Esta mujer está loca!”. ¿Y bien? Yo nunca lo he negado.
Una experiencia dura: con la riada que se origina en determinados puntos del camino, el lodo denso que resbala y succiona y martiriza los músculos de las piernas, el agua helada que fustiga incluso los ojos, caminando todo el trayecto sin ver el suelo, de memoria, confiando en saber intuir cada piedra del camino para no tropezar, con el peso del equipo que aumenta por momentos al empaparse, al beber ansioso el agua que cae del cielo... Una experiencia única, como es única cada una de ellas. Porque las emociones que embargan en días como éste no se pueden comparar con nada. Con absolutamente nada. Sí, ya sé que cuando nos enamoramos nos llenamos de ilusión, el mundo parece nuevo y sentimos con mayor intensidad. Pero es que con Ella no se cae nunca en la rutina, y la intensidad de los sentimientos no disminuye con el tiempo, sino más bien al contrario. Las mariposas en el estómago no perecen nunca. De hecho vuelan con más entusiasmo en invierno.
Nada tiene en común esta lluvia con la del día 16, mucho menos densa pero infinitamente más dolorosa cuando abofeteaba el rostro. También hoy había lodo, mucho lodo, por supuesto. Pero, como podréis ver, había al tiempo verde y fresco musgo por doquier y grandes madejas de líquenes. Hoy había vida. Hoy se olía, incluso, un principio de primavera, aunque leve, a la salida del Castañar del Duque. Aún no han florecido los espinos blancos ni los rosales silvestres, y sin embargo…
La lluvia hoy lavaba. Y ha sido una consoladora ablución, una incomparable experiencia sumergirse en los profundos charcos, en esos espejos en los que se reflejan los robles aún desnudos, vestidos sólo de un incipiente y tibio deseo. Quizá celosos de las flores tiernas de los sauces blancos. Porque de esos charcos se sale siempre renovada.
En definitiva, hoy, bajo la lluvia, ha sucedido algo. Suceden siempre cosas ahí fuera; suceden siempre cosas aquí dentro. Y puede, querido amigo (ya que tanto te gusta citar a Pessoa), que a partir de ahora, a veces, sólo a veces, el poeta sea un fingidor. Aunque seguirá siendo al tiempo, como siempre, totalmente sincero. Quizá en eso consista convertirse en un profesional. Lo veremos.
Si estás ahí (mis simbólicos rituales y yo): ahora me encuentro en condiciones de volver al trabajo de nuevo. Evidentemente no lo he abandonado en ningún momento (¿se puede acaso dejar de respirar?). Pero ahora estoy en condiciones de hacerlo como suelo. Aunque esto, obviamente, no cambia nada de todo lo demás. Me pongo manos a la obra.
Por supuesto da tiempo a escuchar muchas cosas en tantos kilómetros, pero hoy quiero dejaros una en particular. Una de mis muy amados Jethro Tull, o de mi muy amado Ian Anderson. Porque quizá los verdaderos montañeses vuelvan a ser reyes un día. Y porque cuando la escucho en determinadas circunstancias yo ya me siento… no una reina sino una leal vasalla, una súbdita profundamente enamorada de esa generosa señora. Porque en esos momentos me siento repleta por dentro, como nunca nadie ha conseguido llenarme. Y también, por supuesto, porque un caballero que ha llevado mallas durante tantos años con tanto garbo ha de merecer, al menos, fidelidad. Si no devoción.
Para escuchar Mountain men de los prodigiosos Jethro Tull: