Nunca manipulo en modo alguno las fotos que os presento: ni retoques posteriores ni filtros ni absolutamente nada. Al llegar a casa, las fotos que no me satisfacen de un modo u otro van a la basura sin más. Ni siquiera las recorto cuando algún encuadre me turba ligeramente. Ni me vanaglorio ni me avergüenzo por ello. Sencillamente es una realidad que atiende, seguramente, a necesidades personales, a llamadas interiores. Como el tirar tantas fotos durante mis salidas, incluso en los lugares de siempre. El objetivo no es, en realidad, lograr la “foto perfecta" que mejor refleje la esencia del paisaje. Yo no soy fotógrafo y, aunque busco, es cierto, comunicar algo con mis fotos y compartir algo también, no empleo la fotografía sólo para relacionarme con mis semejantes, sino además, y muy especialmente, para relacionarme con la naturaleza. Es, por tanto, como cuando pasamos horas seguidas frente al ordenador, en videoconferencia con una persona. Llega un punto en el que probablemente no buscamos ya descubrir nada particular en ella, sino no perdernos ningún momento de su vida: no existe su foto perfecta, porque todas son perfectas. Incluso las que pillan a medio despabilarse o a medio adormilarse. Incluso las que salen movidas los días que nos tiembla la mano o que es el modelo quien tiembla.
Mi cámara, a lo largo de mis salidas de interminables kilómetros y horas, viaja siempre muy cerca de mi cuerpo, preparada para tomar momentos fugaces. Porque hasta las rocas eternas modifican su rostro de un segundo para otro. A veces, cuando el frío pero sobre todo las tormentas de agua o nieve arrecian, cuando el paisaje es más hostil, cuelga al lado izquierdo, a mitad de camino entre mi corazón y mi vientre, pegada literalmente a mí, protegida por la misma chaqueta de esquí impermeable que compone la última capa de esa cebolla en la que me convierto para subir a la montaña en invierno. En pago por tanto amor, agradecida, acepta salir de vez en cuando de su cálido escondrijo y sacar fotos incluso bajo la torrencial lluvia o los enormes copos de nieve. No es fácil fotografiar en esas condiciones, sin más ayuda que los pañuelos de papel para limpiar constantemente el objetivo. De hecho sería imposible de no existir compenetración entre ella y yo, de no conocer cada una los tiempos y las reacciones del cuerpo de la otra: sus propios mecanismos. A veces esa unión es tan intensa que, por unos segundos, al salir al descubierto, el vaho empaña aún su objetivo. Tarda muy poco en disiparse. Unos segundos en los que yo pienso, con melancolía, en lo poco que tarda en disiparse el deseo. Aunque el vaho pueda generarse una y otra vez sobre el espejo. Sobre el espejo de esos otros ojos que nos miran. Que nos miran devolviendo un reflejo fiel y respetuoso: que nos miran de igual a igual.
SIMBIOSIS
No hay trampa ni cartón,
nada de artificiosos elementos.
Sólo, la cercanía:
únicamente el vaho
sublimado de los cuerpos.
Puede,
en efecto,
que mi cámara viva menos.
Pero será una vida más plena,
en la que nunca le faltará
el calor de mi cuerpo
(S. G. I. Madrid, 18 de febrero de 2011)
MIRADAS TÓRRIDAS
Es sólo un soplo,
un momento…
Y después se disipa
el calor de un cuerpo
(S. G. I. Madrid, 18 de febrero de 2011)
Para escuchar Te quiero en voz de Mario Benedetti
Para escuchar Te quiero cantada por Nacha Guevara