El cielo gris llora una lluvia densa, recia. Como la de quien no está acostumbrado a concederse las lágrimas a menudo y las vierte con rabia. O con desesperación. Las fronteras son tan permeables y los paisajes, tan cambiantes... Un frío monstruoso, inhumano. Tan gélido que las enormes gotas se congelan: cerca de la cota mil doscientos, el llanto se cristaliza en nieve, pero no disminuye su intensidad. Lluvia fuera; lluvia dentro. Frío fuera; frío dentro. Un frío imposible de aplacar.
Ni rastro de luz en el cielo. ¿Hubo una vez un sol? Ahora la magnífica bola redonda que iluminaba, que calentaba, podría ser sólo un fruto de la imaginación. Sólo la fe se obstina en no considerarlo un espejismo. Sigue queriendo creer que existió una vez, aunque haya decidido esconder su rostro.
El estrato de nieve es tan insidioso, o tan aleccionador, que resulta muy difícil no caer en algún momento. Varias veces he estado apunto, pero no he tocado el suelo: mi equilibrio, a pesar de todo, es proverbial. Sin embargo no me regocijo; los huesos me duelen exactamente igual que si hubiese dado con ellos en la dura roca. Y me siento como si en efecto hubiese caído. Porque, en efecto, he caído. Presuntamente lo importante no es mantenerse siempre en pie, sino estar dispuesto a levantarse. Me parece una frase cierta sólo a mitad. Inventada por alguien desterrado del aire para consolarse. Sería mucho mejor no probar la caída. Aunque eso, temo, es imposible. Antes o después a todo Ícaro se le deshace la cera bajo ese sol que después, indefectiblemente, le volverá la espalda para completar la lección. Hay que aprender a ser humildes y reflexivos, a ser cautos en todo momento, a guardarse las espaldas. Quizá. Aunque yo sigo escogiendo la confianza y la fe. Al menos en algunos casos. Cada uno ha de ser libre para elegir de qué exceso morir.
El estrato de nieve es tan grueso que resulta muy difícil avanzar, muy difícil. Y los músculos de las piernas sufren, y se contraen por el frío y el esfuerzo, y duelen. Pero ese dolor, entre los otros dolores, se vuelve apenas perceptible. Dolerá más cuando haya bajado. Y mañana. Dolerá mucho más mañana. Pero mañana será otro día, y en él recorreré otra ruta duela más o menos. Para eso se sube: para mirar fuera y ver así lo que hay dentro, para rebuscar en los escondrijos más oscuros, oscuros cuanto el cielo. Se sube para hacer introspección. Y también retrospección.
Mientras camino, especialmente cuando lo hago sobre la nieve, la más sincera de las anfitrionas, me vuelvo muy a menudo. Me vuelvo y yo, que siempre avanzo tan deprisa para lograr recorrer todos los kilómetros previstos en el tiempo autoimpuesto, me paro. Me paro y miro el camino recorrido. Miro muy especialmente la huella de mis pies. Y reflexiono. Ése no es nunca tiempo perdido. Hoy me he vuelto muchas, muchas veces, a mirar las pequeñas heridas sobre la nieve. Es cuestión de disciplina. Y hace falta mucha; no es fácil mirar a la cara a los propios errores. No es fácil perdonarse.