Granadilla, fundada en 1170 por Fernando II, desde 1980 declarada Conjunto Histórico-Artístico, fue desalojada en los años cincuenta tras ser declarada zona inundable por la construcción del embalse Gabriel y Galán. Sus habitantes fueron expropiados. Las familias campesinas, sin tierras, partieron al exilio. Sus olivos soñaban bajo el agua el pronto regreso. Pero las vidas de los últimos resistentes navegaban a la deriva en una isla cada día más pequeña: el mundo exterior parecía ajeno al naufragio. Nadie llegaría para rescatarles. No se alzarían voces discordantes en defensa de una causa que parecía lejana.
Cuidaba de sus intereses –son a menudo tan engañosos los posesivos… Y otras veces, tan predecibles– alguien que nunca debía explicaciones. Que sencillamente hacía y deshacía a su antojo: se respondía a la voz del amo. Porque la democracia y los derechos civiles, Milana Bonita, aquí y en muchos otros lugares −en todos aquellos en los que se cuecen habas− han costado, y aún siguen costando en buena parte del mundo, sangre y lágrimas. Algunos todavía se marchan un día y ya no vuelven. Quizá por eso me guste respetar ciertas reglas del juego. No todas, sólo algunas. Sólo las que, creo, me permiten honrar las pieles de quienes se la dejaron por el camino. Porque el hombre es un animal que carece de memoria, y yo no quiero alimentar el hambre sin fondo del olvido.
Recorriendo la muralla pareciera contemplar a la víctima de una bomba, de un arma que todo lo hubiera arrasado sin consideración: de la violencia gratuita –¿acaso hay otro género de violencia? A pesar del alto precio que, paradójicamente, siempre cuesta–, de la crueldad o la falacia. Al fondo, dominando las ruinas, el castillo se yergue altivo, intacto, eterno… Y sin embargo puede que no haya vencido; un pueblo se levanta de sus cenizas por voluntad, por trabajo y esfuerzo. Por orgullo y dignidad, se levanta. Un pueblo nunca muere del todo por manos de otros, por muy ensangrentadas que estén éstas. O se suicida o anda. Y él/ella no se ha sometido del todo, ni a pesar de todo. El sol aún vive fuera, brilla fuera. Nada pueden los poderosos salones, estrechos y oscuros, contra esa estampa infinita y luminosa. Observa sombrío a los visitantes que, tras el fugaz asombro, migran ligeros hacia la luz como las aves.
El pueblo se siente solo: sus muros semiderruidos se mezclan en orgías de callejuelas, marañas que envuelven al huésped por ver si el zumbido de la despistada presa acalla el rugido del hastío. Hace décadas que la quimera del mar le lame los pies, pero aún se resiste pudorosa a un idilio que intuye insidioso. A veces se engalana, cubre sus muros de conchas… Sin embargo algo en su interior le susurra que ese amor no ha de acabar bien. Y ella no olvida: ansía lo que ya no puede tener, la tersa llanura que yace medio ahogada a sus plantas, sobre un fondo en calma donde no habita el sonido. Ansía una piel erizada de tercas encinas y alcornoques, como una barba incipiente: áspera pero cautivadora, hiriente pero inevitable. Ya no volverá. No importa lo mucho que espere. No secará el pertinaz sol los fluidos derramados. Sólo quedan los lánguidos eucaliptos, extranjeros nostálgicos de desconocidos continentes a la deriva. En junio, los pétalos ajados de las jaras, que nievan el duro suelo y riegan la brisa pretendidamente salada con su fugaz aroma. Por el aire vuela el canto de un cisne, llegado de no se sabe qué lejanos jardines.
Visto por ojos ajenos, diríase un paisaje lunar, yermo. Y sin embargo es aún un pueblo poderosamente vivo, en el que los mulos rumian al amor de los pétreos muros y los lechones juguetean ociosos en el barro. El gamo de mirada tierna observa asombrado, quizá incluso celoso, cómo la sangre gira impaciente más allá de las murallas que parecieran cárcel, y quizá simplemente sean refugio. Aquí y allá surgen pequeños vergeles del suelo calcinado: los huertos donan frescor y los frutales, sombra en la que posar unas palabrsa. En sus recovecos no existe el tiempo; los asientos son de piedra. No ha de tener prisa el caminante.
Desde el 1984 el pueblo forma parte del Programa de Restauración de Pueblos abandonados. Los estudiantes desarrollan tareas de rehabilitación en él desde 1986: lo habita de nuevo, de alguna forma, la sangre joven. El entusiasmo brota en los rincones bajo apariencia de humildes vegetales que los muchachos, cotidianos demiurgos, llevarán de vuelta a sus casas como prueba del modesto milagro del que son capaces. No obstante en el Día de Difuntos los antiguos habitantes, los vivos y quizá los muertos, regresan a su tierra. Hay quienes se preguntan si el pueblo debería quedar como está; siendo museo vivo, memoria, martillo contra la cerrazón y la tiranía. O si por el contrario se debería ofrecer a sus antiguos propietarios la posibilidad de recuperar los que fueron sus hogares, los de sus padre, los de sus abuelos, los de…
(S. G. I., Hervás, 10 de agosto de 20211)
(S. G. I., Hervás, 10 de agosto de 20211)
GRANADILLA: A UN MAR INTERIOR
En las casas abandonadas,
o restauradas,
se adivinan murmullos sin cuerpo,
sonidos amortiguados,
como ahogados por el líquido elemento.
Dicen, de quienes reconstruyen el pueblo.
Pero yo intuyo, sé,
que llegan de otro tiempo.
(S. G. I., Hervás, 11 de agosto de 20211)
Para escuchar a Pablo Milanés interpretando Yo pisaré las calles nuevamente
http://www.goear.com/listen/d349495/yo-pisare-las-calles-nuevamente-silvio-rodriguez-y-pablo-milanes