EL CAMINO, EL DE DENTRO Y EL DE FUERA, NO TIENE FIN: LO CONSTRUYEN LOS PROPIOS PIES.
Es éste un viaje a paisajes naturales, pero también a mis paisajes interiores: imposible delimitar lo que queda a cada lado de la ventana que es mi cámara. Es éste un viaje iniciático al interior de vosotros mismos que pasa por mirar, también, al exterior.
Abrimos una puerta a los caminos que recorren las montañas de Hervás. También, y muy especialmente, a los caminos que os recorren y que quizá nunca hayáis osado hollar. Nos esperan muchos lugares nuevos. Y cada unos de vosotros descubrirá, por su cuenta, otros paisajes interiores no menos hermosos, una tierra virgen: vuestro pequeño reino privado.
Todo este dolor se diluirá como el llanto en la lluvia. Un día, nos levantaremos y descubriremos que el tiempo, como siempre, ha desempeñado su función, la más ingrata.
Pero todas esas chispas fugaces que se han apagado fueron personas: cada una de ellas tuvo, por unos breves instantes, antes de que se cerrasen, el universo infinito ante sus ojos.
Un día, el tiempo y la lluvia habrán jugado su parte en este macabro devenir sin memoria.
Cuando llegue ese día, recordad que, incluso bajo la lluvia, las lágrimas son saladas y están hechas de otra pasta. No os endurezcáis, no olvidéis. No permitáis que, cayendo, encuentren solo una tierra yerma.
(S. G. I., Madrid, 31 de marzo de 2020)
Stańczyk, Jan Matejko
Como lágrimas en la lluvia, Blade Runner (Ridley Scott)
Ayer tuve reunión de vecinos… En mi
cabeza, mientras algunos, irreductibles, vuelven a la carga por enésima vez con
los asuntos de siempre —¡en cada reunión durante los tres últimos
años¡), solo hay espacio para Paolo Migone y su monólogo sobre la suegra.
Alcuni hanno nel cervello le cassertte C90: sempre le stesse
cose, sempre le stesse cose…
Dio, abbi pietà di me e fa crollare le mura del condominio su
tutti noi. ¡Muoia Sansone con tutti i filistei!
Misión arqueológica italiana (Pisa-Bolonia)
en Tell Afis, Siria 1996.
Si en Pisa me descubrí a mí
misma, en Siria, en Palmira, descubrí a Dios.
De Siria, amén de su salvaje
pero serena belleza —la belleza reposada de los años, del silencio en su
desierto sin horizonte—, en mi memoria, sobre todo, la sobrecogedora hospitalidad
de sus gentes, siempre solícitas con el peregrino. Esa hospitalidad a la que
hoy no correspondemos.
Han pasado, por encima de
todos nosotros, muchos años. Siria en 96… ¿Dónde estaréis hoy, compañeros?
Norias de Hama
Qal'at Sim'an, Iglesia de san Simón Estilita
La última mirada de Zenobia sobre Palmira, Herbert Gustave Schmalz
Parece ser que
Borges abandonó a su primera esposa despidiéndose a la francesa. Es decir, sin
despedirse siquiera. Cuentan sus biógrafos que, saliendo ya por la puerta de
casa como un día cualquiera, su mujer le preguntó, a sabiendas de que el plato
le gustaba especialmente, si le apetecía cocido para la comida. Y él,
sencillamente, con un cuajo espectacular, respondió que sí. No volvió para el
almuerzo. Sencillamente no regresó nunca más. Había dado por concluido el
matrimonio.
Supongo que su
esposa habría considerado un detalle por su parte que la hiciese partícipe de
sus planes. Imagino que esa pobre mujer hubiese agradecido saber que podía
ahorrarse la molestia de poner su puchero al fuego. Especialmente porque
algunos platos exigen una preparación lenta y laboriosa. En ellos invirtió una
tanto mimo y esperanzas, tantas energías y afecto. Para verlos, después,
desaprovechados y gélidos, correr descuidadamente por el sumidero.
Quisiera ser
como Jason Bourne, que reparte hostias como panes con soltura y sin
remordimiento. No deja que los malos abusen de él o de una conciencia pésimamente
entendida. Quien la hace, la paga. Si lo buscan, lo encuentran. Sin exageraciones,
sin revanchas. Ecuánime. Simplemente acción-reacción, en su justa medida.
Quisiera ser
como Jason Bourne, que se cae como cada hijo de vecino, sí; pero cuando sucede,
lo hace de pie, como los gatos. Y se levanta. Da igual lo grande que haya sido
el trastazo: él, como si tal cosa, se levanta.
Quisiera ser
como Jason Bourne, que se entiende con todo el mundo porque habla todas las
lenguas aunque no recuerde haberlas aprendido. Yo ni siquiera logro entenderme
con quienes comparten mi lengua materna. Y no es que no lo intente, que
voluntad de diálogo me sobra. Sin embargo, a menudo sospecho que chapurreo otro
idioma, uno con el que no consigo capturar el único interés que me interesa.
Quisiera ser
como Jason Bourne, al que las heridas le resbalan. No es que el tipo haya
nacido con la camisa, como dicen en Italia —lo suyo no es cuestión de simple
suerte—; muy por el contrario, todos lo persiguen con aviesas intenciones. Lo
hieren. Lo hieren con saña. Apenas nadie muestra piedad por él: lo acosan como
a un animal, casi parece que intentasen privarlo de su condición humana. Y, sin
embargo, sus heridas restañan a una velocidad envidiable. Sus cicatrices no lo
marcan, ni siquiera lo afean.
Quisiera ser
como Jason Bourne. Seguro que también él se siente terriblemente solo cuando analiza
su situación, y probablemente se acurrucará hecho un ovillo buscando el consuelo
que los demás le niegan. Posiblemente Jason Bourne también llore cuando
nadie lo ve; pero, a él, en público, los regueros de rímel no lo convierten
jamás en un patético oso panda. Nunca sucumbe al desaliento.
Quisiera ser
como Jason Bourne: impermeable, inmune, indestructible. Aunque yo, sin embargo,
soy simplemente humana. Pero todavía no estoy muerta.
Ciertas
tardes, a la caída del sol, uno sufre la puesta de corazón. Los antiguos
sostenían que el astro, al ocultarse cada día, realizaba un peligroso viaje
nocturno por el reino oscuro del inframundo, donde le acechaban numerosos
peligros de los que, finalmente, salía ileso. Que moría y resucitaba con cada
jornada, héroe imprevisiblemente reforzado.
Quizá, tras
haber transitado la más honda ignominia institucionalizada, nosotros también
resurjamos victoriosos. Quizá. Pero hoy, a la caída del sol, cuando uno sufre
la puesta de corazón, esta sombría mazmorra, reservada sólo para una mayoría no
privilegiada, parece carecer de fondo.
S. G. I., Madrid, 8 de octubre de 2018
Interior de una prisión, por Francisco de Goya
Fantasia on a Theme by
Thomas Tallis, por
Ralph Vaughan Williams
Que obtengas
un título en una universidad pública sin reunir ninguno de los requisitos que
al resto de ciudadanos se les exige sólo por pertenecer a un partido concreto,
ostentar un determinado cargo u ofrecer prebendas o peculio, violando así las
reglas del juego limpio y corrompiendo una institución respetable ‒que a veces
alberga individuos merecedores de bien poco respeto‒, despreciando y
perjudicando al resto de estudiantes ‒los que sí lo son y no reciben trato de
favor‒, no se puede considerar prevaricación ‒y una sinvergonzonería
inconmensurable que, con cara de cemento típica de quien no conoce qué es el
pudor ni el honor, se proclama, mediante argumentos falaces y estúpidos, la
norma‒, sino un hecho “anecdótico”. Todo lo anterior no es bochornoso ni
constitutivo de delito ni motivo de dimisión para un cargo público, aunque
resulta escandaloso e intolerable un hurto menor más triste que indignante. Por
supuesto, siempre que uno se haya revelado tan torpe de abandonar tras de sí pruebas
grabadas que las mentes más mezquinas usarán llegado el momento de la carnicería,
una vez se abra la veda. El trastorno o enfermedad, si es que la hubiera, no
merece piedad por parte de los fariseos defensores de la doble moral ‒los que
aplaudían y jaleaban nuestros peores vicios: aquellos meramente anecdóticos‒;
sino áspero reproche e incluso escarnio público. Porque la hipocresía es
gratuita, y cada uno atesora toda la que puede.
Entre tanto,
quienes no nutren un mínimo respeto por la cultura ni la educación pública
siguen mirando desde el tendido, esperando que quiten a uno para poner a otro.
Tanto da cuando no se sabe lo que es la ética ni se tiene integridad. Porque
hay líderes, políticos en general, que recuerdan sospechosamente a Marx. Por
supuesto, no a Karl sino a Groucho: “estos son mis principios; si no les
gustan, tengo otros”.
Así, suma y
sigue, vender un curso de cuatro días en Aravaca como un posgrado en Harvard no
es mentir, sino desplegar tal habilidad maquillando la realidad que bien merece
ser celebrada con un título de máster en Marketing para añadir al currículum.
Querer
recuperar los restos de los propios antepasados asesinados para darles digna
sepultura no responde a amor y respeto, sino ‒puro revanchismo e interés‒ al
deseo de mantener vivas las aburridas batallas del abuelito para alimentar el
rencor entre compatriotas y para embolsarse subvenciones públicas. Pretender
exhumar los huesos secuestrados y retenidos obedece no a justicia, sino a la
retorcida voluntad de turbar la paz en un lugar de rezo ‒por el alma del
dictador, digo yo, ya que se le hace una ofrenda floral diaria‒ y de destruir
un monumento ‒al fascismo‒ patrimonio de todos los españoles ‒que sobrevivieron
al régimen‒.
Que te
acorralen entre cinco en un portal a altas horas de la madrugada, te
aterroricen y te usen a voluntad contra la tuya como si fueses una muñeca hinchable
no es violación, sino abuso.
Y así, como
decía, suma y sigue.
En
este país, a mí modesto juicio, tenemos serios problemas con las definiciones.
Y con la escala de valores.
“El pueblo de mi padre dice que cuando nacieron el Sol y su hermana la
Luna, su madre murió. El Sol le ofreció a la Tierra el cuerpo de su madre, del
cual surgió la vida. Y de su pecho extrajo las estrellas y las lanzó hacia el
cielo nocturno en memoria de su espíritu. Ahí tiene el monumento a los Cameron.
Y también a mis padres”[1].
Por fortuna vive en uno de esos
pocos sitios donde la contaminación lumínica aún no impide contemplar las
estrellas. Mira hacia arriba y sonríe inconscientemente.
Cree haber descifrado el mensaje uniendo los puntos luminosos. “When the real mountain men are Kings…”[2], confirma la voz del MP3.Se dice que, en efecto, sin
duda, ése es el cielo de nuestros padres. Antes de emprender el
camino se concede unos segundos para admirar el prodigioso espectáculo. Apenas unos
segundos; el trayecto es largo y las cumbres esperan. Aún reina la noche cuando
abandona definitivamente el jardín y cierra tras de sí la cancela.
Transcurrida casi una hora de
marcha, súbitamente el cielo se incendia. Amanece. Ante ella se despliega en
todo su esplendor una nueva creación. Una cada nuevo día. Se detiene a presenciar,
en reverente silencio, el milagro que se renueva una y otra vez con cada
amanecer. Cada día el mismo. Y cada día único y diferente. Lo que hasta hace
unos instantes eran sólo sombras confusas se perfilan como enormes montañas de
contornos rotundos y nítidos, cuya majestuosidad el ojo no abarca.
Mira hacia lo alto, hacia donde
su voluntad aspira. Desde aquí abajo, llegar a ellas parece casi imposible. Ansiosa,
dirige su vista hacia las cumbres: enormes y lejanas. Inalcanzables e
inaccesibles… sólo en apariencia. Porque ella sabe –la experiencia se lo dice–
que en pocas horas habrá tocado el cielo. Con la práctica ha aprendido que cada
cosa requiere su tiempo, que la disciplina todo lo puede. En unas horas, ni
siquiera tantas, estará allí arriba, en esa meta que hace apenas un suspiro parecía
remota. Y ya no importará nada de lo dejará abajo. Porque es el ahora lo único
que cuenta. Quedarán atrás amarguras, desencantos y traiciones. Arriba, lejos
del mezquino mundo, mecida por el viento y protegida por las ramas, será ingrávida
e intocable. En el camino, habrá aprendido a conocerse a sí misma. En el camino,
se habrá vuelto recia como lo pinos que coronan las cumbres y generosa como los
castaños que cobijan audaces vuelos. Pues Ella
–el mejor ejemplo–, con níveo traje nupcial en invierno o vestida de invicto verde
en verano, siempre acoge maternal al peregrino.
Mientras, abajo quedará el
hombre. El hombre, que siempre defrauda. El hombre que, en su torpeza, sólo
sabe construir efímeros paraísos artificiales. Por eso las chispas iluminan el
cielo nocturno imitando burdamente el cielo estrellado. Es el resultado del devastador
fuego que avanza sobre las cabezas de los bomberos y agentes forestales. El
descomunal esfuerzo físico ya no conduce por las fértiles sendas del
conocimiento interior, sino por las áridas veredas de difícil acceso en las que
han sido encendidas las llamas para que su extinción resulte más compleja. Tal
vez, incluso, para poner en peligro las vidas de semejantes que en nada se
parecen. La recompensa de esos rostros curtidos y tiznados, de esos individuos
esforzados, devastados por el agotamiento y el desconsuelo, en el mejor de los
casos, consistirá en salvar el resto del monte y regresar a casa enteros.
Ante la infamia, ante la traición
perpetrada una y otra vez por unos pocos y la indiferencia de la mayoría, sólo
impotencia. También rabia. En respuesta, tras el extraordinario resplandor, el estremecedor
alarido hiende el cielo y retumba entre las paredes rocosas, ahora desnudas y
carbonizadas. Sus compuertas se abren y, de lo alto, deja caer el agua para
refrescar la reciente herida. Un nuevo diluvio. Tal vez una noble advertencia
que el hombre, sordo como siempre a todo lo trascendente, no sabe interpretar.
Igual que hormigas, allá abajo, corren a refugiarse. Y como las hormigas, bajo
la inmensidad del cielo, podrían ser aplastados un día. Aunque, en su inconsciente
arrogancia, siguen abusando de la paciencia infinita.
Contra el cielo, contra el mismo
cielo de nuestros padres, se recortan las montañas.
Ellas se alzaban aquí mucho antes de nuestra llegada. Y aquí seguirán –incluso
a pesar nuestro– cuando nosotros ya no estemos. Son las mismas que
vieron los romanos al pisar estas extrañas tierra. Muchos, los mismos árboles
–en pié aun viejos– que daban sombra a mi bisabuelo cuando se dirigía a la
Chorrera por una senda hoy intransitable. Porque el hombre, en su estupidez e
ignorancia, se va confinando entre estrechas fronteras. En lugar de derruirlos,
construye muros. Y en vez de abrir caminos, se los cierra.
Hacia el cielo se alzan
voluntades y aspiraciones; pero también humo y pavesas. Pues el hombre, en su recalcitrante
mezquindad, busca obstinado el suelo: la satisfacción fácil, inmediata y
pasajera. Se deja deslumbrar por el ilusorio fulgor del espejismo, del vil metal
o la complaciente soberbia.
Y cuando, a fuerza de tropezar obstinadamente
sobre la misma piedra, ya no quede nada, será un fundido en negro.
***
Este verano los incendios se han
sucedido uno tras otro por toda la geografía española. El territorio extremeño
no ha constituido una excepción. En concreto, en el término municipal de
Hervás, sólo a finales de agosto, tres incendios en días consecutivos: la noche
del 24, en fincas privadas de La Solanilla; la tarde del 25, entre Hervás y
Aldeanuela del Camino y, finalmente, la noche del 26, en lo alto de la sierra
–un fuego aparentemente con varios focos que se inició hacia media noche sin la
intervención de rayos, y en cuya extinción seguramente no colaboró el fuerte
viento–. Veníamos, ya, de otro incendio declarado el 9 de agosto en las
proximidades del Pinajarro. Aciago recuento del que no podemos sentirnos
orgullosos.
***
Contra el cielo de nuestros
padres se recortan las llamas y sobre los montes de nuestros hijos se acumula la
estéril ceniza negra. Ésta, si no hacemos algo, seguirá siendo nuestra sombría herencia.
[1]De la película El último mohicano, adaptación
cinematográfica de la homónima novela de James Fenimore Cooper rodada en 1992
por Michel Mann.
Salomé Guadalupe
Ingelmo, “Cielos de Hervás: Amanece en la noche oscura del
alma”, en Cielos de Extremadura.
Extremadura en la red: blogs y fotografía de naturaleza, José Manuel López
Caballero y Atanasio Fernández García coords., Dirección General de Turismo Junta de Extremadura – Fundación Xavier de
Salas eds., 2017, pp. 226-231.
Sí, es cierto:
“Certe notti, se sei fortunato, buissi
alla porta di chi è come te”. Ya lo decía Ligabue allá por el 1995. Y lo
sigue sosteniendo. Porque los viejos roqueros, como los viejos poetas, nunca
mueren.
Qal’at
Sim’an o Iglesia de san Simón Estilita. Complejo cristiano del siglo V, Patrimonio
de la Humanidad desde 2011. Siria 1996.
Simón el
estilita pasó treinta y siete años subido a una columna en medio del desierto
sirio. Como llegado un cierto punto la distancia del suelo no le pareció
suficiente, decidió hacerse construir otra aún más alta. Y así sucesivamente.
Según dicen, la
penitencia del santo era signo de humildad. Algunos, inocentemente, creen que su
existencia debió de resultar muy dura, pues sólo disponía de una superficie de apenas cuatro pies para dormir y pasar el
día procurando no caerse. Pero lo cierto es que Simón había encontrado el
retiro perfecto, su remanso de paz. Y allí, aislado del panorama que contemplaba
sólo ocasionalmente desde lo alto, estaba a salvo. Porque hasta allí no
llegaban los cantos de sirena del maligno. Aunque tampoco los del hombre,
claro. No podían alcanzarle las voces del mundo: ni los gritos de los niños hambrientos
ni los sollozos de los ancianos desprotegidos ni las súplicas desesperadas de
los padres impotentes. Allí, en su torre de orgullo o su parapeto de cobardía,
estaba a salvo de todo. Sobre todo de sus propias debilidades y miedos. De sus
compromisos. De sus semejantes y las cotidianas miserias: de su propia humanidad,
De hecho, si
Jesús, salvando tiempo y distancia, hubiese acertado a pasar por allí, en efecto
habría clamado en el árido desierto lanzando una semilla estéril. Pues, desde
su posición, el impasible santo no habría escuchado las fraternales enseñanzas.
Simón, turbado
por los vulgares asuntos humanos, decidió retirarse al desierto para vivir en
continua penitencia. O lo que es lo mismo, en continua ausencia. Allí, después
de morar en una cisterna seca y una cueva, importunado por las voces de la
numerable gente que por admiración le visitaba ‒apartándole de la vida
contemplativa y la oración y acercándole a la tentación‒, decidió que le
construyeran una columna de tres metros de altura, luego una de siete y por
último otra de diecisiete.
Pero ahora,
hermanos, no es tiempo de ascetas, sino de santos más humanos sin los oídos
llenos de cera.
Presagio,
por Raquel Forner
David Bowie, Cat people (Putting Out Fire). Video de Bruno Aveillan
El fascismo hace uso del chantaje sin pudor. El fascismo toma rehenes. El fascismo pretende siempre imponer sus reglas por la fuerza y no por la razón. El fascismo no entiende de bandos ni partidos. El fascismo no es honra ni siquiera para los suyos, si es que realmente lo fueron. El fascismo no le hace ascos a nada y, cual Cronos sin escrúpulos, acaba alimentándose sin empacho de sus propios hijos. Pero junto con ese abominable banquete, consume también su propio tiempo. Y en esa loca carrera sin vuelta atrás, se precipita hacia el despeñadero.
A lo mejor es que no hemos evolucionado
tanto como queremos creen. A lo mejor es que las trincheras siguen abiertas.
Texto Finalista del IV Premio Internacional de Poesía Jovellanos 2017 (“Sullo stesso vagone”, El mejor poema del mundo 2017, Ediciones Nobel, Oviedo: 2017, pp. 98-102)