Non monti, anime di monti
sono queste pallide guglie, irrigidite
in volontà d'ascesa. E noi strisciamo
sull'ignota fermezza: a palmo a palmo
Antonia Pozzi, Dolomiti
“El pueblo de mi padre dice que cuando nacieron el Sol y su hermana la
Luna, su madre murió. El Sol le ofreció a la Tierra el cuerpo de su madre, del
cual surgió la vida. Y de su pecho extrajo las estrellas y las lanzó hacia el
cielo nocturno en memoria de su espíritu. Ahí tiene el monumento a los Cameron.
Y también a mis padres”[1].
Por fortuna vive en uno de esos
pocos sitios donde la contaminación lumínica aún no impide contemplar las
estrellas. Mira hacia arriba y sonríe inconscientemente.
Cree haber descifrado el mensaje uniendo los puntos luminosos. “When the real mountain men are Kings…”[2], confirma la voz del MP3. Se dice que, en efecto, sin
duda, ése es el cielo de nuestros padres. Antes de emprender el
camino se concede unos segundos para admirar el prodigioso espectáculo. Apenas unos
segundos; el trayecto es largo y las cumbres esperan. Aún reina la noche cuando
abandona definitivamente el jardín y cierra tras de sí la cancela.
Transcurrida casi una hora de
marcha, súbitamente el cielo se incendia. Amanece. Ante ella se despliega en
todo su esplendor una nueva creación. Una cada nuevo día. Se detiene a presenciar,
en reverente silencio, el milagro que se renueva una y otra vez con cada
amanecer. Cada día el mismo. Y cada día único y diferente. Lo que hasta hace
unos instantes eran sólo sombras confusas se perfilan como enormes montañas de
contornos rotundos y nítidos, cuya majestuosidad el ojo no abarca.
Mira hacia lo alto, hacia donde
su voluntad aspira. Desde aquí abajo, llegar a ellas parece casi imposible. Ansiosa,
dirige su vista hacia las cumbres: enormes y lejanas. Inalcanzables e
inaccesibles… sólo en apariencia. Porque ella sabe –la experiencia se lo dice–
que en pocas horas habrá tocado el cielo. Con la práctica ha aprendido que cada
cosa requiere su tiempo, que la disciplina todo lo puede. En unas horas, ni
siquiera tantas, estará allí arriba, en esa meta que hace apenas un suspiro parecía
remota. Y ya no importará nada de lo dejará abajo. Porque es el ahora lo único
que cuenta. Quedarán atrás amarguras, desencantos y traiciones. Arriba, lejos
del mezquino mundo, mecida por el viento y protegida por las ramas, será ingrávida
e intocable. En el camino, habrá aprendido a conocerse a sí misma. En el camino,
se habrá vuelto recia como lo pinos que coronan las cumbres y generosa como los
castaños que cobijan audaces vuelos. Pues Ella
–el mejor ejemplo–, con níveo traje nupcial en invierno o vestida de invicto verde
en verano, siempre acoge maternal al peregrino.
Mientras, abajo quedará el
hombre. El hombre, que siempre defrauda. El hombre que, en su torpeza, sólo
sabe construir efímeros paraísos artificiales. Por eso las chispas iluminan el
cielo nocturno imitando burdamente el cielo estrellado. Es el resultado del devastador
fuego que avanza sobre las cabezas de los bomberos y agentes forestales. El
descomunal esfuerzo físico ya no conduce por las fértiles sendas del
conocimiento interior, sino por las áridas veredas de difícil acceso en las que
han sido encendidas las llamas para que su extinción resulte más compleja. Tal
vez, incluso, para poner en peligro las vidas de semejantes que en nada se
parecen. La recompensa de esos rostros curtidos y tiznados, de esos individuos
esforzados, devastados por el agotamiento y el desconsuelo, en el mejor de los
casos, consistirá en salvar el resto del monte y regresar a casa enteros.
Ante la infamia, ante la traición
perpetrada una y otra vez por unos pocos y la indiferencia de la mayoría, sólo
impotencia. También rabia. En respuesta, tras el extraordinario resplandor, el estremecedor
alarido hiende el cielo y retumba entre las paredes rocosas, ahora desnudas y
carbonizadas. Sus compuertas se abren y, de lo alto, deja caer el agua para
refrescar la reciente herida. Un nuevo diluvio. Tal vez una noble advertencia
que el hombre, sordo como siempre a todo lo trascendente, no sabe interpretar.
Igual que hormigas, allá abajo, corren a refugiarse. Y como las hormigas, bajo
la inmensidad del cielo, podrían ser aplastados un día. Aunque, en su inconsciente
arrogancia, siguen abusando de la paciencia infinita.
Contra el cielo, contra el mismo
cielo de nuestros padres, se recortan las montañas.
Ellas se alzaban aquí mucho antes de nuestra llegada. Y aquí seguirán –incluso
a pesar nuestro– cuando nosotros ya no estemos. Son las mismas que
vieron los romanos al pisar estas extrañas tierra. Muchos, los mismos árboles
–en pié aun viejos– que daban sombra a mi bisabuelo cuando se dirigía a la
Chorrera por una senda hoy intransitable. Porque el hombre, en su estupidez e
ignorancia, se va confinando entre estrechas fronteras. En lugar de derruirlos,
construye muros. Y en vez de abrir caminos, se los cierra.
Hacia el cielo se alzan
voluntades y aspiraciones; pero también humo y pavesas. Pues el hombre, en su recalcitrante
mezquindad, busca obstinado el suelo: la satisfacción fácil, inmediata y
pasajera. Se deja deslumbrar por el ilusorio fulgor del espejismo, del vil metal
o la complaciente soberbia.
Y cuando, a fuerza de tropezar obstinadamente
sobre la misma piedra, ya no quede nada, será un fundido en negro.
***
Este verano los incendios se han
sucedido uno tras otro por toda la geografía española. El territorio extremeño
no ha constituido una excepción. En concreto, en el término municipal de
Hervás, sólo a finales de agosto, tres incendios en días consecutivos: la noche
del 24, en fincas privadas de La Solanilla; la tarde del 25, entre Hervás y
Aldeanuela del Camino y, finalmente, la noche del 26, en lo alto de la sierra
–un fuego aparentemente con varios focos que se inició hacia media noche sin la
intervención de rayos, y en cuya extinción seguramente no colaboró el fuerte
viento–. Veníamos, ya, de otro incendio declarado el 9 de agosto en las
proximidades del Pinajarro. Aciago recuento del que no podemos sentirnos
orgullosos.
***
Contra el cielo de nuestros
padres se recortan las llamas y sobre los montes de nuestros hijos se acumula la
estéril ceniza negra. Ésta, si no hacemos algo, seguirá siendo nuestra sombría herencia.
[1] De la película El último mohicano, adaptación
cinematográfica de la homónima novela de James Fenimore Cooper rodada en 1992
por Michel Mann.
[2] De la canción Mountain men, de Jethro Tull.
Salomé Guadalupe
Ingelmo, “Cielos de Hervás: Amanece en la noche oscura del
alma”, en Cielos de Extremadura.
Extremadura en la red: blogs y fotografía de naturaleza, José Manuel López
Caballero y Atanasio Fernández García coords., Dirección General de Turismo Junta de Extremadura – Fundación Xavier de
Salas eds., 2017, pp. 226-231.
Loreena McKennitt - The Dark Night Of The Soul