Olivar abandonada en las ruinas de Granadilla (Cáceres) |
Lo he repetido
muchas veces, lo sé. Pero aún he de seguir diciéndolo. Ahora que estamos tan
faltos de verdaderos referentes, de referentes verdaderamente honestos, quizá
sea hora de que la literatura se pronuncie más que nunca. Más alto que nunca.
Más claro que nunca. Este año se nos fue la lucidez que aportaba Sampedro, y en
unos días celebramos el aniversario de Delibes… Delibes, el paladín de los
desheredados, de los explotados por los terratenientes, de los privados del
sacrosanto derecho a una educación e incluso a la más básica dignidad. Y sin
embargo esa sociedad casi feudal retratada en Los santos inocentes, que nos parece hoy tan ajena, no queda tan
lejos en nuestra historia más reciente. En algunas regiones, de hecho, se diría
aberrantemente próxima aún. Basta preguntar a nuestros más ancianos. Esos que,
como los demás, ahora ven peligrar el inmenso bienestar conquistado. Quizá, un
día no tan lejano, una parte fundamental de esos derechos sociales arrancados a
golpe de sudor y lágrimas. A veces, también de sangre.
Y así pasan ante
nuestros ojos: Paco con su pierna rota a rastras, haciendo las veces de perro
fiel para el señorito; la Niña Chica
malviviendo como un animal o un mueble y el Azarías abandonado sin más a su
retraso. Como siempre digo, los límites entre realidad y ficción se vuelve a
menudo imprecisos para el escritor, y ya no sabes dónde acaban tus personajes y
dónde empiezas tú mismo… Ni derechos de los trabajadores, ni asistencia
sanitaria a los enfermos o discapacitados psíquicos. Ningún respeto por la vida
humana… si ésta pertenece a otra clase, a la clase equivocada. La que siempre
queda desamparada. Ciudadanos de primera y siervos. La tácita aquiescencia de
las autoridades, o incluso el apoyo manifiesto, a un sistema que sólo sabe
acrecentar las desigualdades. Caciques egoístas apegados a sus privilegios, incapaces
de sentir un mínimo de empatía o piedad, de repartir siquiera unas migajas.
Víctimas a las que sólo queda la vía de la rebelión para deshacerse del opresor
yugo.
Porque por
mucho que se enseñe a padecer resignadamente a un pueblo, cualquier paciencia
tiene su límite. La Historia
lo enseña: toda cuerda, si estirada en exceso, acaba por romperse. Aunque para
entonces quizá el nudo corredizo haya hecho ya su labor, y el peso muerto que
lastra pueda soltarse definitivamente sin ceremonias ni miramientos.
Y así que el Azarías pasó el cabo de la soga
por el camal de encima de su cabeza y tiró de él con todas sus fuerzas,
gruñendo y babeando, el señorito Iván perdió pie, se sintió repentinamente izado, soltó la jaula de los
palomos y
¡Dios!... estás loco... tu, dijo ronca,
entrecortadamente, de tal modo que apenas si se le oyó y, en cambio, fue claramente perceptible
el áspero estertor que le siguió como un
prolongado ronquido y, casi inmediatamente, el señorito Iván sacó la
lengua, una lengua larga, gruesa y
cárdena, pero el Azarías ni le miraba, tan sólo sostenía la cuerda, cuyo cabo amarró ahora al camal en que se sentaba
y se frotó una mano con otra y sus labios
esbozaron una bobalicona sonrisa, pero todavía el señorito Iván, o las
piernas del señorito Iván, experimentaron unas convulsiones extrañas, unos
espasmos electrizados, como si se arrancaran a bailar por su cuenta y su cuerpo
penduleó un rato en el vacío hasta que, al cabo, quedó inmóvil, la barbilla en
lo alto del pecho, los ojos desorbitados, los brazos desmayados a lo largo del
cuerpo, mientras Azarías, arriba, mascaba salivilla y reía bobamente al cielo.
(Miguel Delibes, Los
santos inocentes)