|
Salomé Guadalupe Ingelmo, V Certamen de Relato Histórico "Domingo Henares" |
Discurso íntegro entrega de premios del V Certamen de Relato Histórico "Domingo Henares", Ayuntamiento de Puente de Génave (Jaén)
Para empezar, mi gratitud a los miembros del jurado, que me
han permitido estar aquí hoy, y al resto de asistentes, que me ofrecen la
enorme satisfacción de compartir mis impresiones sobre la obra premiada. Es
esto lo que creo que esperarán ustedes de mí, al menos es eso lo más preciado
que un escritor puede dar, lo más íntimo: su visión personal de la propia obra;
los objetivos con los que voluntariamente la escribió o su interpretación una
vez que, ya acabada, se acerca a ella como lector. Como lector que conoce mejor
que nadie al autor, y que por tanto posee claves de interpretación de las que
nadie más dispone, incluso capaces de descifrar mensajes que el autor no ha
ofrecido conscientemente. Porque en ocasiones nuestros textos revelan de
nosotros mismos mucho más de lo que conscientemente desearíamos revelar. Ese
análisis personal del padre o madre de la criatura, obviamente, no siempre
coincidirá con las múltiples y a veces incluso contradictorias interpretaciones
dadas por críticos y lectores en general. Todas ellas, he creído siempre,
enriquecedoras para el autor y la obra misma. Así que lo que esta noche he
venido a contarles es, por así decirlo, mi verdad: un examen lo más sincero y
sucinto posible del relato premiado.
Corazón de hierro se revela, ante todo, una narración
muy actual. Una narración muy actual ambientada a principios del siglo V a.C. Y
uno podría preguntarse ¿cómo es posible?
Bien, yo siempre he
sostenido que la Historia es un círculo ‒a menudo vicioso‒. Un círculo,
paradójicamente, imperfecto. Y es que se diría que al hombre le cuesta mucho
aprender de sus propios errores: que no progresamos en tanto especie tan
rápidamente como nos gusta creer; que a veces entramos incluso en periodos de
terca involución. Porque retroceder es siempre fácil; lo realmente difícil es
avanzar.
Partiendo de una pieza
que a ustedes no les resultará desconocida, El Sacrificador de Bujalamé
(aparecido en el término municipal de La Puerta de Segura), Corazón
de hierro teje una historia que trata sobre la conciencia y el poder.
Sobre la conciencia en el poder. Sobre las dudas de quien debe ostentarlo y
sobre el uso responsable del liderazgo. Porque, en efecto, los líderes de las
pequeñas comunidades protohistóricas, incluso cuando el poder era hereditario, respaldaban y justificaban su presencia en el
trono mediante la autoridad moral emanada de sus actos, de sus actos justos, y de
sus decisiones, de unas decisiones provechosas para su pueblo. De alguna forma,
estos jefes estaban permanentemente a prueba: habían de demostrar que eran
sacerdotes observantes y bravos guerreros.
Corazón de hierro es un relato sobre la
responsabilidad; sobre el enorme peso de una responsabilidad que no sabemos sí
estamos preparados para aceptar, si seremos dignos de desempeñar. Es un relato,
por ello, también sobre la honestidad y el honor, sobre el respeto debido a
quienes nos precedieron, hacia lo que construyeron, hacia su memoria. Hacia la
memoria de los muertos, que clama sacrificio y consideración. Un sacrificio
real, pues nuestra estatuilla representa probablemente un guerrero-sacerdote
(el héroe fundador de la estirpe real, héroe ya divinizado y protector de la
casa real y de la comunidad) en el acto de sacrificar un carnero; pero también
representa sacrificio en un sentido alegórico: incluso mucho más íntimo y
trascendente; el sacrificio de olvidarse del singular para pensar en el
colectivo, de poner la propia vida al servicio de los demás como corresponde a
un verdadero líder.
La historia se desarrolla
en dos momentos cronológicos que se cruzan y entrelazan, el de una joven
estudiante que se prenda de la pieza durante su estancia como becaria en el
Museo Arqueológico Nacional y el de un jefe local de principios del siglo V a.
C., que, muerto su padre, un rey ejemplar y recto, y heredado el cetro del que
El Sacrificador forma parte (engastado sobre un bastón de mando), ha de
enfrentarse a sus propios miedos y vencer su inseguridad para poder convertirse
en un digno guía para su pueblo. A la disciplinada búsqueda de la superación
alude precisamente el título del relato: “Corazón de hierro”. Porque cuando el
atribulado protagonistas rebusca en su interior, acaba encontrando la fuerza y
la sabiduría. El título no deja de proponer también un juego de palabras que
evoca el periodo histórico en el que se circunscribe la historia, la Edad de
Hierro. Mientras que la figurilla en concreto, como saben ustedes bien, fue
realizada en bronce por el procedimiento de la cera perdida por un fundidor que
en el relato se presume jonio, un jonio emigrado a raíz de la presión persa
sobre las comunidades griegas.
No pasará inadvertido que,
al margen de esta lectura social y política, el argumento refleja otro
conflicto vital que no afecta únicamente a los pocos llamados a dirigir un
pueblo, sino a todos los seres humanos. En un plano más personal, el relato alude
a esa difícil encrucijada vital en la que nos encontramos cuando llega el
momento de aceptar la pérdida de nuestros progenitores. Y también, especialmente,
a las dudas que a menudo nos hostigan sobre si nosotros mismos estaremos a la
altura de su memoria, si con nuestros actos realmente nos demostramos dignos
vástagos. Si no echaremos por tierra su legado ni los deshonraremos.
La historia se desarrolla
en dos momentos cronológicos que se entrecruzan porque, como decía antes, no se
entiende nuestro presente sin nuestro pasado, y ambos no están totalmente
desligados. Además el ser humano, no obstante esa apabullante tecnología que
alimenta su soberbia, no deja de seguir siendo, privado de todos esos aderezos
tras los que a menudo se esconde, un mono desnudo, para citar a Desmond Morris.
En buena medida y salvando las distancias cronológicas, las diversas creencias
religiosas, las diferencias culturales y sociopolíticas de nuestros escenarios,
no deja de ser cierto que el hombre sigue y seguirá atesorando, básicamente,
las mismas esperanzas, deseos, inquietudes, temores y sueños. Por eso la
empatía con personajes colocados en un marco remoto en el espacio o el tiempo resulta
posible; porque no dejan de ser, de un modo u otro, nuestros hermanos. Y el
escritor, especialmente el escritor sincero, además, naturalmente, presta toda
su personal gama de sentimientos y experiencias propias, las buenas y las malas,
las felices y las dolorosas, a sus criaturas. Con el fin, no ya de ganarse al
lector, sino de hacer a sus hijos más humanos. También, conscientemente o no,
en la esperanza de que algo de sí mismo quede; de que una parte, a ser posible
una parte útil para sus congéneres, le sobreviva y siga dando frutos y
auxiliando, divirtiendo o haciendo reflexionar cuando él ya no esté. Con el fin
último de ser útil a los demás, porque ese creo que se revela, realmente, el
verdadero objetivo que mueve al escritor, seguramente al artista en general
independientemente de cuál sea su disciplina.
Como en buena parte de mi
obra, desde el punto de vista formal, se advertirá un cierto regusto
cinematográfico en el relato premiado. Una tendencia a manejar tiempos que
parecen más propios de esa disciplina. A desarrollar narraciones dinámicas
donde el elemento visual cobra gran importancia; donde, a través de recursos
como la descripción minuciosa, se estimula la imaginación del lector para que
este configure en su mente un escenario bien preciso. También, una propensión a
sugerir la continuidad argumental de planos que en realidad se sitúan en
momentos cronológicos distintos y están ocupados por personajes que no son los
mismos. Esta propuesta de saltos en el tiempo y el espacio sin solución de continuidad, sugiriendo una continuidad
ficticia entre planos, diría que mucho se parece a una secuencia del séptimo
arte. En efecto no puedo negar mi amor por el cine, que seguramente ha dejado
su huella también en parte de mi producción literaria.
Quienes han tenido
oportunidad de leer el relato constatarán que esta singularidad se relaciona
estrechamente con mi notoria afición a jugar al despiste con el lector todo el
tiempo que su perspicacia lo permita. Se convierte en una suerte de desafío de
ingenio en el que autor y lector se retan. Algo perfectamente lícito siempre que
ambos contrincantes sean leales. En mi descargo puedo sólo argumentar que, creo,
en el fondo de cada escritor subyace siempre un alma juguetona, incluso cuando
esta se ve sometida a tormento. Pensemos, por ejemplo, en el infortunado Poe,
que no perdía su ironía ni siquiera al realizar descripciones truculentas o al
vivir en primera persona los peores dramas.
Tratándose de un relato
de género histórico, si bien se ha procurado dotar de emoción e interés
narrativo a la obra, se he respetado rigurosamente la veracidad de las fuentes,
en este caso arqueológicas. Lógicamente se ha efectuado un sólido trabajo previo
de documentación sobre la reconstrucción de la religión, los ritos funerarios y
el culto a los ancestros de estas gentes, partiendo de los trabajos de reputados
profesionales especializados en la Protohistoria de la Península Ibérica como Almagro Gorbea o el recientemente desaparecido
José María Blázquez. Las alusiones a los mitos y ritos de estas gentes serán,
por tanto, constantes. Incluso durante el sueño oracular y catártico de su
protagonista, un episodio que podría parecer una mera invención libre, pero que
en realidad propone, en clave simbólica, lecturas profundas relacionadas con
las creencias religiosas de ultratumba que algunas fuentes artísticas de estos pueblos
revelan.
Para ir finalizando,
aunque el hecho tenga sólo valor anecdótico, les confesaré que tras haber
escrito la obra, tras horas de mirar los mínimos detalles de El Sacrificador en
fotografías ampliadas, tras tanta investigación y reflexión sobre esa
estatuilla, tras haber recreado una historia humana con la que dotarla como
bagaje, visité el Museo Arqueológico Nacional con la intención de constatar si advertía
sensaciones especiales hacia esa pieza. Una estatuilla tan chiquitita perdida
en una inmensidad de objetos de toda índole, algunos realmente espectaculares y
muy conocidos. Una pieza que, a pesar de su delicada factura y la soberbia
capacidad de esquematización que demostró su autor, si uno no conoce y busca detenidamente,
pasa desapercibida por su escaso tamaño (poco más 15 cm). Y, ahora,
efectivamente puedo decir que, ante ella, sentí algo distinto: ya nunca volveré
a mirarla con los mismos ojos
Como hemos visto, en Corazón
de hierro cobra un papel protagonista la comunidad, la cohesión y el
bienestar de la comunidad, que en buena medida se ve determinado por un
gobierno responsable de sus líderes, que han de demostrarse modelo de rectitud,
defensores del colectivo; cuyo objetivo primordial ha de ser la seguridad y
felicidad de sus gentes, incluso en perjuicio de sus propios intereses
personales. En ese sentido no resulta fortuito tampoco el seudónimo escogido
para presentar la obra: Teutates. Teutates, dios celta que encarna la unidad
tribal y para cuyo nombre a menudo se propone la traducción “padre de la
tribu”; considerado ancestro y primer legislador, protector de sus pueblos,
para los que se convirtió en patrón de la guerra pero también de la prosperidad.
Y así volvemos de nuevo,
para cerrar un círculo que por fuerza resultará imperfecto como el de la propia
Historia, a nuestro punto de partida: la conclusión con la que abría esta breve
presentación, es decir que Corazón de hierro, aunque se
ambiente a principios del siglo V a.C., se revela un relato muy actual. Un
relato que debería hacernos reflexionar sobre lo que tenemos y sobre lo que
queremos. Una reflexión en la que cada lector llegará a sus propias y
personales conclusiones. Si al final del camino he conseguido esto, incitar a
mis semejantes a interrogarse, mi deber como escritora, que es también un
compromiso, estará cumplido.
(Discurso pronunciado
durante la entrega del V Premio de Relato Histórico "Domingo Henares"
-Ayuntamiento de Puente de Génave (Jaén)- por la autora)
|
Sacrificador de Bujalamé |
Fragmentos del discurso