Ventanal del Colegio Santísimo Cristo de la Salud de Hervás |
En los últimos
tiempos, el revuelo causado por la publicación ‒bajo el sello de una reputada
editorial‒ de un presunto manual para la supervivencia en la escuela, me ha
traído a la mente lo delicado que resulta escribir para la infancia. Cómo
nuestra responsabilidad hacia la comunidad en tanto escritores se multiplica
cuando nos dirigimos a un público aún no del todo formado y fácilmente influenciable.
Lo he sostenido otras veces públicamente.
Su autora, que
ofrece consejos sexistas y discriminatorios, ante la avalancha de críticas de
padres, educadores y cerebros sencillamente cabales, se defiende afirmando que
ella se limita a ofrecer pautas para eludir un problema ya existente. Es decir
que promueve el conformismo, la aquiescencia e incluso la adhesión desvergonzada
ante actitudes reprobables porque, según ella, adaptarte a lo que hay nos
asegura no convertirnos en víctimas. Así, secundar al verdugo cuando acosa a
otros compañeros, practicar nosotros mismos la discriminación, nos permite
mimetizarnos con los individuos dominantes, evitando su atención y escapando de
sus iras.
La tesis
esencial de la autora es, por tanto, que cuanto antes los niños y niñas
aprendan a aceptar las situaciones de violencia y desarrollen mecanismos para derivar
esa violencia hacia otros inocentes, mucho mejor.
No se me
antoja muy pedagógico.
Y yo me
pregunto: ¿dónde queda la rebeldía, las ganas de luchar por un mundo mejor, la
defensa de los valores y el honor?
¿Por qué molestarse en
arremeter contra las normas o hábitos injustos?, imagino que se preguntará la
pragmática autora. Para que la sociedad pueda seguir mirándose al espejo quizá,
digo yo. Quizá, para permitir que nuestras comunidades progresen y se vuelvan,
a ser posible, cada día más ecuánimes y solidarias.
Si a lo largo
de la historia el ser humano se hubiese limitado a acatar las normas vigentes
sin razonar sobre ellas, sin cuestionarse las consecuencias éticas, como la
autora postula, sólo por poner dos ejemplos de los tantos que se pueden esgrimir,
seguiría habiendo esclavos negros y la mujer continuaría sin derecho al voto.
Los abolicionistas y las sufragistas deberían haberse adaptado a sus sociedades
para evitarse problemas, para no llamar la atención. Y sin embargo optaron por el
riesgo que suponía intentar cambiar lo que consideraban injusto, el
segregacionismo racial y el sometimiento femenino. Y sin embargo, porque en
toda época, a pesar de los riesgos, han existido personas consecuentes con sus
principios y solidarias con sus semejantes, se organizó clandestinamente el
Ferrocarril Subterráneo, y no pocas mujeres, tristemente, fueron
encarceladas únicamente por exigir sus
derechos civiles.
Si nos hubiésemos
conformado, si otros antes que nosotros se hubiesen “adaptado”, aceptado
“razonablemente” su realidad, si hubiesen escuchado únicamente a su instinto de
supervivencia y se hubiesen guiado exclusivamente por sus propios intereses o
comodidad, la autora del polémico manual no habría podido firmar un contrato de
edición sin el consentimiento de su marido. Ni viajar, trabajar por cuenta
ajena o ejerciendo profesiones liberales u otras tantas actividades ahora
consideradas habituales, sin el permiso de su tutor masculino ‒que sería
siempre su representante legal‒. Porque ésta era la realidad que hasta hace
bien poco vivían las mujeres en España. Yo aconsejaría que reflexionásemos
todos seriamente sobre ello.
La autora se
declara alarmada por las amenazas que presuntamente ha recibido. Me cuesta
creer que precisamente quienes criticar el sesgo de su obra por machista,
discriminatoria y otras cuantas cualidades escasamente edificantes, a quienes
preocupa su influencia sobre la tierna personalidad de niños y adolescentes,
postura aparentemente bastante responsable, se dediquen a reproducir comportamientos
propios de la mafia ‒entiéndasemé bien, tampoco ella ha manifestado haberse
despertado con una cabeza equina sobre su almohada‒. Pero, teniendo en cuenta
cómo anda el mundo, inmerso en una espiral de violencia que amenaza con
sumirnos en la peor visceralidad, le concedo el beneficio de la duda e incluso
estoy dispuesta a creerla.
No obstante,
me gustaría recordar que existen muchas formas de ejercer la violencia, y a
menudo la más solapada se revela la más peligrosa. Me refiero esencialmente a
esa institucionalizada, la que impone determinadas normas de conducta si se
quiere ser aceptado; qué hacer, decir o cómo vestirse si queremos formar parte
del grupo; cómo “cazar” y conservar a un ejemplar del sexo masculino... Qué
mayor violencia que seguir reproduciendo un patrón que ha mantenido esclava a
la mitad de la población durante siglos, que sólo ahora tímidamente comienza a
desterrarse. Qué mayor violencia que alimentar con esos prejuicios a quienes no
tiene aún experiencia vital suficiente para revelarse, ni tan siquiera para ponerlos
en duda. Si un adulto, por demás un adulto con la suficiente autoridad para
escribir un libro, dice que las cosas son así y así han de seguir siendo,
seguramente ha de tener razón.
Hace poco
descubríamos que el Ayuntamiento de Málaga estimó apropiado que los perros
locales hiciesen sus necesidades sobre los restos de represaliados de la Guerra
Civil, la segunda mayor fosa común de Europa ‒dudoso orgullo en el que sólo
quedamos por detrás de Yugoeslavia‒, sobre la que se colocó un “pipicán” a
sabiendas. Se me antoja muy revelador, esclarecedor sobre lo que determinadas
instituciones, o para ser más exactos los cargos públicos que
circunstancialmente las representan, piensan sobre la Memoria Histórica. Y
establezco una asociación entre ambos casos porque lo de la mencionada obra
dirigida a la infancia se asemeja peligrosamente a ciscarse en la memoria de
quienes arriesgaron o dieron su vida por defender los derechos humanos en
sentido amplio y también, más concretamente, los de la mujer ‒además, cómo no,
en el dolor de quienes fueron víctimas de acoso infantil de niños‒. Ciscarse en
ambos casos, en el del “pipicán” y en el del libro, en las víctimas, lo que me
parece especialmente despreciable y mezquino, amén de cobarde.
Demonizar no
es lo mío, pero sigo pensando que resulta indispensable reflexionar antes de
hablar o escribir. Y si ello es así siempre, mucho más cuando nos dirigimos a
niños o adolescentes. El escritor ha de ser consciente de su responsabilidad,
pues posee un arma poderosa si se sabe usar con nobles fines y de modo juicioso;
devastadora si se esgrime de forma insensata. Escudarse en la libertad de
expresión, como se está poniendo tan de moda, para justificar cualquier atropello,
no es propio de personas maduras. Lo mismo hacen quienes insultan y vilipendian
públicamente, y no parece razonable ni decoroso. Para exigir respeto hay que
aprender a respetar. Para obtener una sociedad respetuosa es condición
indispensable educar en el respeto. Porque si no, estaremos incitando a que
nuestros niños actuales continúen reproduciendo patrones violentos en el futuro
‒incluido insultar y amenazar a los escritores cuando sus obras nos parecen
improcedentes‒. Y todo ¿por qué? Porque adaptarse a un mundo violento en lugar
de combatirlo es lo más razonable si queremos sobrevivir, o al menos eso nos
dijo un libro que leímos en nuestra infancia…
El problema,
quizá, es que estamos hablando de un presunto manual de supervivencia, y no
deberíamos enseñarles a nuestros niños a sobrevivir, sino a vivir. A ser
posible, dignamente.
Y por cierto,
respecto a esta teoría de hacer oídos sordos ante la ignominia y perseguir a
las víctimas para comprar el favor y la protección de los verdugos, querría
recordar los famosos versos de Martin Niemöller:
Cuando los nazis vinieron a
llevarse a los comunistas,
guardé silencio,
porque yo no era comunista,
Cuando encarcelaron a los
socialdemócratas,
guardé silencio,
porque yo no era socialdemócrata,
Cuando vinieron a buscar a los
sindicalistas,
no protesté,
porque yo no era sindicalista,
Cuando vinieron a llevarse a los
judíos,
no protesté,
porque yo no era judío,
Cuando vinieron a buscarme,
no había nadie más que pudiera
protestar.
(Artículo originalmente publicado en Luz Cultural 11 de agosto
de 2016, http://www.luzcultural.com/?p=4274 )
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