EL CAMINO, EL DE DENTRO Y EL DE FUERA, NO TIENE FIN: LO CONSTRUYEN LOS PROPIOS PIES.
Es éste un viaje a paisajes naturales, pero también a mis paisajes interiores: imposible delimitar lo que queda a cada lado de la ventana que es mi cámara. Es éste un viaje iniciático al interior de vosotros mismos que pasa por mirar, también, al exterior.
Abrimos una puerta a los caminos que recorren las montañas de Hervás. También, y muy especialmente, a los caminos que os recorren y que quizá nunca hayáis osado hollar. Nos esperan muchos lugares nuevos. Y cada unos de vosotros descubrirá, por su cuenta, otros paisajes interiores no menos hermosos, una tierra virgen: vuestro pequeño reino privado.
Qal’at
Sim’an o Iglesia de san Simón Estilita. Complejo cristiano del siglo V, Patrimonio
de la Humanidad desde 2011. Siria 1996.
Simón el
estilita pasó treinta y siete años subido a una columna en medio del desierto
sirio. Como llegado un cierto punto la distancia del suelo no le pareció
suficiente, decidió hacerse construir otra aún más alta. Y así sucesivamente.
Según dicen, la
penitencia del santo era signo de humildad. Algunos, inocentemente, creen que su
existencia debió de resultar muy dura, pues sólo disponía de una superficie de apenas cuatro pies para dormir y pasar el
día procurando no caerse. Pero lo cierto es que Simón había encontrado el
retiro perfecto, su remanso de paz. Y allí, aislado del panorama que contemplaba
sólo ocasionalmente desde lo alto, estaba a salvo. Porque hasta allí no
llegaban los cantos de sirena del maligno. Aunque tampoco los del hombre,
claro. No podían alcanzarle las voces del mundo: ni los gritos de los niños hambrientos
ni los sollozos de los ancianos desprotegidos ni las súplicas desesperadas de
los padres impotentes. Allí, en su torre de orgullo o su parapeto de cobardía,
estaba a salvo de todo. Sobre todo de sus propias debilidades y miedos. De sus
compromisos. De sus semejantes y las cotidianas miserias: de su propia humanidad,
De hecho, si
Jesús, salvando tiempo y distancia, hubiese acertado a pasar por allí, en efecto
habría clamado en el árido desierto lanzando una semilla estéril. Pues, desde
su posición, el impasible santo no habría escuchado las fraternales enseñanzas.
Simón, turbado
por los vulgares asuntos humanos, decidió retirarse al desierto para vivir en
continua penitencia. O lo que es lo mismo, en continua ausencia. Allí, después
de morar en una cisterna seca y una cueva, importunado por las voces de la
numerable gente que por admiración le visitaba ‒apartándole de la vida
contemplativa y la oración y acercándole a la tentación‒, decidió que le
construyeran una columna de tres metros de altura, luego una de siete y por
último otra de diecisiete.
Pero ahora,
hermanos, no es tiempo de ascetas, sino de santos más humanos sin los oídos
llenos de cera.
Presagio,
por Raquel Forner
David Bowie, Cat people (Putting Out Fire). Video de Bruno Aveillan
El fascismo hace uso del chantaje sin pudor. El fascismo toma rehenes. El fascismo pretende siempre imponer sus reglas por la fuerza y no por la razón. El fascismo no entiende de bandos ni partidos. El fascismo no es honra ni siquiera para los suyos, si es que realmente lo fueron. El fascismo no le hace ascos a nada y, cual Cronos sin escrúpulos, acaba alimentándose sin empacho de sus propios hijos. Pero junto con ese abominable banquete, consume también su propio tiempo. Y en esa loca carrera sin vuelta atrás, se precipita hacia el despeñadero.
A lo mejor es que no hemos evolucionado
tanto como queremos creen. A lo mejor es que las trincheras siguen abiertas.
Texto Finalista del IV Premio Internacional de Poesía Jovellanos 2017 (“Sullo stesso vagone”, El mejor poema del mundo 2017, Ediciones Nobel, Oviedo: 2017, pp. 98-102)
Templo de Baal-Shamin, Palmira (Tadmor), Siria 1996
Alguna vez he
dicho que yo descubrí a Dios en el teatro de Palmira. Apenas amanecía, corría
la primavera de 1996. Hoy las fotografías capturadas por los drones nos
confirman que el teatro de Palmira ‒como tantos otros bienes culturales
irrecuperables‒ ha sido destruido. Destruido por quienes debieran sentirse
orgullosos herederos de su grandeza. Einstein tenía razón, la estupidez humana
carece de límites.
Yo descubrí a
Dios en un teatro de Palmira que ya no existe. ¿Significará eso que Dios
tampoco existe?
Será porque nos
aproximamos al Día de Todos los Santos que tanto fantasma anda suelto. Que,
colonizados como estamos por este nuevo género de neoimperialismo chabacano e
impúdico, los muertos se reaniman y los cadáveres que ya hedían cantan ahora, muy aliviados, de otra forma.
No creo que
finalmente los difuntos salgan de sus tumbas, ni siquiera ahora que se aproxima
su día; pero no me cabe duda de que algunos han de estar revolviéndose en
ellas. Que en paz descansen todos aquellos que, cumpliendo con honor en el pasado, se lo pueden permitir y lo merecen. Y los demás, a nuestra propia cruz y nuestro particular Gólgota.
Ventanal del Colegio Santísimo Cristo de la Salud de Hervás
En los últimos
tiempos, el revuelo causado por la publicación ‒bajo el sello de una reputada
editorial‒ de un presunto manual para la supervivencia en la escuela, me ha
traído a la mente lo delicado que resulta escribir para la infancia. Cómo
nuestra responsabilidad hacia la comunidad en tanto escritores se multiplica
cuando nos dirigimos a un público aún no del todo formado y fácilmente influenciable.
Lo he sostenido otras veces públicamente.
Su autora, que
ofrece consejos sexistas y discriminatorios, ante la avalancha de críticas de
padres, educadores y cerebros sencillamente cabales, se defiende afirmando que
ella se limita a ofrecer pautas para eludir un problema ya existente. Es decir
que promueve el conformismo, la aquiescencia e incluso la adhesión desvergonzada
ante actitudes reprobables porque, según ella, adaptarte a lo que hay nos
asegura no convertirnos en víctimas. Así, secundar al verdugo cuando acosa a
otros compañeros, practicar nosotros mismos la discriminación, nos permite
mimetizarnos con los individuos dominantes, evitando su atención y escapando de
sus iras.
La tesis
esencial de la autora es, por tanto, que cuanto antes los niños y niñas
aprendan a aceptar las situaciones de violencia y desarrollen mecanismos para derivar
esa violencia hacia otros inocentes, mucho mejor.
No se me
antoja muy pedagógico.
Y yo me
pregunto: ¿dónde queda la rebeldía, las ganas de luchar por un mundo mejor, la
defensa de los valores y el honor?
¿Por qué molestarse en
arremeter contra las normas o hábitos injustos?, imagino que se preguntará la
pragmática autora. Para que la sociedad pueda seguir mirándose al espejo quizá,
digo yo. Quizá, para permitir que nuestras comunidades progresen y se vuelvan,
a ser posible, cada día más ecuánimes y solidarias.
Si a lo largo
de la historia el ser humano se hubiese limitado a acatar las normas vigentes
sin razonar sobre ellas, sin cuestionarse las consecuencias éticas, como la
autora postula, sólo por poner dos ejemplos de los tantos que se pueden esgrimir,
seguiría habiendo esclavos negros y la mujer continuaría sin derecho al voto.
Los abolicionistas y las sufragistas deberían haberse adaptado a sus sociedades
para evitarse problemas, para no llamar la atención. Y sin embargo optaron por el
riesgo que suponía intentar cambiar lo que consideraban injusto, el
segregacionismo racial y el sometimiento femenino. Y sin embargo, porque en
toda época, a pesar de los riesgos, han existido personas consecuentes con sus
principios y solidarias con sus semejantes, se organizó clandestinamente el
Ferrocarril Subterráneo, y no pocas mujeres, tristemente, fueron
encarceladasúnicamente por exigir sus
derechos civiles.
Si nos hubiésemos
conformado, si otros antes que nosotros se hubiesen “adaptado”, aceptado
“razonablemente” su realidad, si hubiesen escuchado únicamente a su instinto de
supervivencia y se hubiesen guiado exclusivamente por sus propios intereses o
comodidad, la autora del polémico manual no habría podido firmar un contrato de
edición sin el consentimiento de su marido. Ni viajar, trabajar por cuenta
ajena o ejerciendo profesiones liberales u otras tantas actividades ahora
consideradas habituales, sin el permiso de su tutor masculino ‒que sería
siempre su representante legal‒. Porque ésta era la realidad que hasta hace
bien poco vivían las mujeres en España. Yo aconsejaría que reflexionásemos
todos seriamente sobre ello.
La autora se
declara alarmada por las amenazas que presuntamente ha recibido. Me cuesta
creer que precisamente quienes criticar el sesgo de su obra por machista,
discriminatoria y otras cuantas cualidades escasamente edificantes, a quienes
preocupa su influencia sobre la tierna personalidad de niños y adolescentes,
postura aparentemente bastante responsable, se dediquen a reproducir comportamientos
propios de la mafia ‒entiéndasemé bien, tampoco ella ha manifestado haberse
despertado con una cabeza equina sobre su almohada‒. Pero, teniendo en cuenta
cómo anda el mundo, inmerso en una espiral de violencia que amenaza con
sumirnos en la peor visceralidad, le concedo el beneficio de la duda e incluso
estoy dispuesta a creerla.
No obstante,
me gustaría recordar que existen muchas formas de ejercer la violencia, y a
menudo la más solapada se revela la más peligrosa. Me refiero esencialmente a
esa institucionalizada, la que impone determinadas normas de conducta si se
quiere ser aceptado; qué hacer, decir o cómo vestirse si queremos formar parte
del grupo; cómo “cazar” y conservar a un ejemplar del sexo masculino... Qué
mayor violencia que seguir reproduciendo un patrón que ha mantenido esclava a
la mitad de la población durante siglos, que sólo ahora tímidamente comienza a
desterrarse. Qué mayor violencia que alimentar con esos prejuicios a quienes no
tiene aún experiencia vital suficiente para revelarse, ni tan siquiera para ponerlos
en duda. Si un adulto, por demás un adulto con la suficiente autoridad para
escribir un libro, dice que las cosas son así y así han de seguir siendo,
seguramente ha de tener razón.
Hace poco
descubríamos que el Ayuntamiento de Málaga estimó apropiado que los perros
locales hiciesen sus necesidades sobre los restos de represaliados de la Guerra
Civil, la segunda mayor fosa común de Europa ‒dudoso orgullo en el que sólo
quedamos por detrás de Yugoeslavia‒, sobre la que se colocó un “pipicán” a
sabiendas. Se me antoja muy revelador, esclarecedor sobre lo que determinadas
instituciones, o para ser más exactos los cargos públicos que
circunstancialmente las representan, piensan sobre la Memoria Histórica. Y
establezco una asociación entre ambos casos porque lo de la mencionada obra
dirigida a la infancia se asemeja peligrosamente a ciscarse en la memoria de
quienes arriesgaron o dieron su vida por defender los derechos humanos en
sentido amplio y también, más concretamente, los de la mujer ‒además, cómo no,
en el dolor de quienes fueron víctimas de acoso infantil de niños‒. Ciscarse en
ambos casos, en el del “pipicán” y en el del libro, en las víctimas, lo que me
parece especialmente despreciable y mezquino, amén de cobarde.
Demonizar no
es lo mío, pero sigo pensando que resulta indispensable reflexionar antes de
hablar o escribir. Y si ello es así siempre, mucho más cuando nos dirigimos a
niños o adolescentes. El escritor ha de ser consciente de su responsabilidad,
pues posee un arma poderosa si se sabe usar con nobles fines y de modo juicioso;
devastadora si se esgrime de forma insensata. Escudarse en la libertad de
expresión, como se está poniendo tan de moda, para justificar cualquier atropello,
no es propio de personas maduras. Lo mismo hacen quienes insultan y vilipendian
públicamente, y no parece razonable ni decoroso. Para exigir respeto hay que
aprender a respetar. Para obtener una sociedad respetuosa es condición
indispensable educar en el respeto. Porque si no, estaremos incitando a que
nuestros niños actuales continúen reproduciendo patrones violentos en el futuro
‒incluido insultar y amenazar a los escritores cuando sus obras nos parecen
improcedentes‒. Y todo ¿por qué? Porque adaptarse a un mundo violento en lugar
de combatirlo es lo más razonable si queremos sobrevivir, o al menos eso nos
dijo un libro que leímos en nuestra infancia…
El problema,
quizá, es que estamos hablando de un presunto manual de supervivencia, y no
deberíamos enseñarles a nuestros niños a sobrevivir, sino a vivir. A ser
posible, dignamente.
Y por cierto,
respecto a esta teoría de hacer oídos sordos ante la ignominia y perseguir a
las víctimas para comprar el favor y la protección de los verdugos, querría
recordar los famosos versos de Martin Niemöller:
Cuando los nazis vinieron a
llevarse a los comunistas,
Las actuales
circunstancias me empujan a una reflexión muchas veces hecha, quizá de forma
menos directa: las modernas democracias, que tanto se han jactado de ser escrupulosamente
solidarias y respetuosas con la igualdad de oportunidades, se han seguido alimentando
durante décadas del sudor y la sangre de los de siempre. Dónde el patrimonio
que la familia Franco expolió a este país y que ha permitido a sus
descendientes seguir siendo unos privilegiados, sólo por poner un ejemplo de la
tolerancia que el sistema prodiga a abominables dictaduras.
El mismo perro
con otro collar. El mismo perro dominado por las garrapatas de siempre.
Lo triste es
que nos quisimos creer el espejismo. Y muchos, convencidos, incluso defendieron
fieramente su dudosa honorabilidad. No habrían faltado quienes, generosamente,
hubiesen dado la vida por esa quimera. Por un sistema pútrido y corrupto que,
fiel heredero de otros de infausto recuerdo, ha prosperado cual parásito a
costa ajena.
Tras el baile
de máscaras, sólo queda el cadáver de la ingenuidad. Rígido y frío, irremediablemente
yerto.
Duelo después del baile de máscaras, Jean-Léon Gérôme
Brother Dege (AKA Dege Legg), Too Old To Die Young
Tristemente se
vuelve a hablar del intento terrorista de subvertir nuestras reglas de convivencia,
de la necesidad de defender nuestros valores occidentales. Si esos valores son
los que estamos mostrando a los refugiados sirios, que no cuenten conmigo. No
me identifico con ese género de “cultura”; no es ése mi proyecto de vida, no
coincide con los principios que siempre he cultivado. Me he dejado guiar,
cuarenta años largos, por la tolerancia: me repugna cualquier tipo de
xenofobia, de incitación al odio por motivos étnicos o de discriminación por
motivos económicos. Perteneciendo a lo más íntimo del ser humano, respeto
profundamente los sentimientos religiosos ajenos, cualesquiera que sean. Me
repugna la islamofobia cuanto me repugna el antisemitismo que asoló Europa no
hace tanto tiempo. No advierto las diferencias. Nada justifica la violencia. Ninguna.
Ni la aplicada mediante acción, ni la consentida mediante omisión. Lo repito
una vez más; pero como el hombre es un animal torpe y obstinado, guiado por las
orejeras de sus particulares intereses, de seguro no será la última. Y la próxima
ocasión también será sangrienta y sangrante como ésta: la violencia sólo
engendra más violencia.
Dedicado a todos los protagonistas, a los que
aún nos acompañan y a los que no. Muy especialmente, a la memoria de la
incansable tía Chon.
−Bebe
algo entre tanto.
Su
padre parece radiante; raras veces que se reúnen para comer en familia. La vida
se ha vuelto tan frenética… Aunque esa casa aún parce un remanso de paz, un refugio.
Mientras
se sirve un licor de hierbas, contempla las manos huesudas de su bisabuelo, en
apariencia hábiles a pesar de la edad.
***
Los
dedos ásperos ejecutan el familiar rito con insospechada delicadeza. Ni un poco
de pólvora se pierde.
−La
munición es muy cara; no puede desperdiciarse. −explica a su nieto−. Esos
bichos tienen la frente dura; a veces los proyectiles rebotan. Pero si aguantas
la embestida, si resistes inmóvil hasta que el animal haya llegado a tu altura,
tienes unos segundos para dispararle tras la oreja. Es infalible.
El
pequeño asiente con la boca abierta.
Por
eso Juan “Chaparro”, con su pequeña estatura y su aire sosegado, es el cazador
más respetado de Guadalupe. A él acuden los ricachones en busca de monterías
como la del día siguiente. Aunque ésa será distinta: por primera vez le
acompañará su nieto favorito.
−Ya
sabes, Juanito. Si el guarro saliese vivo, no intentes usar la escopeta; no
tendrías tiempo. Tírala al suelo y súbete a un árbol recio. Enfurecidos, se
llevan cualquier cosa por delante. Ante todo, prudencia. Recuerda la pierna de
tu primo, abierta de arriba abajo. Jamás persigas a uno herido, ni intentes rematarlo
con el cuchillo. Cuando te tiente hacer una tontería, piensa en esa cicatriz;
la llevará toda la vida. La caza no es un juego. En ella hombre y animal miden
sus fuerzas, y han de hacerlo con honor, limpiamente –instruye al muchacho.
Las
caballerías resoplan asustadas. Como tantas veces, ha instalado a los forasteros
dentro del castaño Abuelo; pero ha decidido pasar la noche al descubierto junto
a su nieto. Quiere que el chiquillo pueda ver las estrellas. Además algo le
empuja a alejarlo de esos hombres.
−Juanito,
no te asustes −susurra−. Los lobos van a pasar. No te harán nada, hijo. Cúbrete
con las mantas: la manada saltará sobre el bulto y seguirá su camino. No traen
hambre.
Y
en efecto todo sucede exactamente como pronostica el abuelo. Igual que en un
sueño, los animales saltan ágilmente, sin hacer ruido. Con el corazón acelerado,
el muchacho comprende que jamás volverá a vivir una experiencia igual.
A
la mañana siguiente sólo unas huellas entre las hojas caídas delatan la
inesperada visita. Los forasteros ni siquiera se percatan. Abuelo y nieto
sonríen cómplices y guardan su secreto: ellos no pueden entender.
Emprenden
el regreso. La caza ha sido buena, pero ellos no se muestran satisfechos; nunca
parecen tener suficiente. Si salen liebres, querían conejos; si perdices, palomas…
Incluso los dos jabalíes que al principio alabaron, ahora suscitan indiferencia.
Juan “Chaparro” dirige una melancólica mirada a los trofeos. No se merecen nada, se dice. Cuando un
disparo interrumpe su pensamiento. Uno de ellos ha abatido un águila real; el
animal yace muerto en el suelo.
−¿Qué
les dije antes de salir? No se tira a nada que no se coma. No conmigo. La
próxima vez, búsquense a otro –zanja decidido; él tiene sus normas.
El
resto del camino se recorre en silencio.
***
−¡Máxima!
–llama en el humilde zaguán.
−Es
inútil que grite, padre –responde su hija desde la cocina, donde se hace vida
familiar−. Una vecina vino de buena mañana: tenía una culebra en casa y pensaba
deshacerse de ella. Ya sabe usted cómo es madre: “no la mates, pobrecita. Ya la
convenzo yo de que se vaya”, dijo. Y para allá que marchó con un cuenco lleno
de leche. Luego mandaron a buscarla para que recompusiese los huesos a un
chiquillo; una caída. Y aún no ha vuelto. Por el camino habrá encontrado a
alguien más… Acércate al fuego, Juanito, que traerás frío. ¿Te has divertido?
El
pequeño asiente con vehemencia.
−Pero,
padre, un águila… Madre se enfadará; le costó tanto preparar aquella que
encontró usted malherida y hubo de rematar por piedad...
−Qué
quieres que haga. Así son los señoritos. Ya no tenía remedio; no quise desperdiciarla.
En esta casa todo lo que se mata, se come –afirma inquebrantable.
***
El
noticiario salta de los incendios provocados por la estupidez humana a los
provocados por la maldad humana. Rapaces envenenadas, caza furtiva… Les quitamos lo que era suyo y ni siquiera
nos basta, se dice.
La
voz del presentador se convierte en un ruido confuso: súbitamente el retrato de
su bisabuelo se le antoja el único mensaje razonable. “Ya no hay reglas del
juego”, murmura mientras lo acaricia ensimismada. El hombre, un anciano
sencillo de pueblo, mira al frente: ni orgulloso ni avergonzado; simplemente,
sereno. Nunca debió nada a nadie, jamás hizo daño a sabiendas. No tomó más de
lo que necesitaba ni dio menos de cuanto pudo; en su casa, aunque sólo hubiese
sopa, la puerta siempre estuvo abierta. Se fue como vino al mundo: pobre pero
honesto.
–Ya
acabo –anuncia su padre desde la cocina–. Mucho trabajo, verdad, hija.
Seguramente tienes prisa.
–No
mucha –miente. Quizá haya descubierto de golpe sus prioridades–. Papá, cuéntame
otra vez…
Ha
oído esa historia cientos de veces. Tantas que ahora teme no haber escuchado
con suficiente atención desde hace algún tiempo. Y ella no quiere olvidar. Es Día
de Todos los Santos, día para el recuerdo.
Su
padre, portando una bandeja de embutidos y queso, precede al seductor aroma de
la caldereta de cordero que aún canturrea bajito al fuego.
–Pues
verás, cuando yo era pequeño…
***
José María Gabriel y Galán por Alejandro Cabeza / Colección Casa Museo Gabriel y Galán de Guijo de Granadilla
El presente retrato forma parte
de la colección de la Casa Museo
Gabriel y Galán de Guijo de Granadilla. Otro retrato del poeta obra de
Alejandro Cabeza, una interpretación radicalmente distinta del personaje,
pertenece a los fondos permanentes del Museo
Provincial de Cáceres. Además del busto presente en la plaza donde se
encuentra la Casa Museo, sendas esculturas del escritor fueron realizadas por Juan
Cristóbal (ubica en la Plaza Gabriel y Galán de Salamanca) y Enrique Pérez
Comendador (la emplazada en el Paseo de Cánovas en Cáceres). Alejandro Cabeza
es autor también de un retrato del escultor de Hervás Enrique Pérez Comendador,
obra integrada en la colección del Museo
Provincial de Bellas Artes de Badajoz.
Casa Mudéjar, Cáceres (Monumento Histórico-Artístico)
Ahora, tras un tiempo prudencial para la reflexión, porque nunca conviene manifestarse con las vísceras aún humeantes y revueltas sino atemperadas por el uso de la razón, puedo decir. Puedo decir que estos días he escuchado palabras alarmantes. Verbos como exterminar, erradicar y otros semejantes en labios de comunes ciudadanos. Puedo decir que se me han ofrecido, repetidos hasta la saciedad por quienes dirigen nuestros destinos ‒es para tener mucho miedo‒, conceptos a duras penas inteligibles cuando no manifiestamente improbables. Tales como el repetidamente enarbolado de “cultura occidental”, por ejemplo. Cultura occidental… Sin duda existen las culturas occidentales, pero la cultura occidental… No, decididamente no me suena. Y escuchar, además, esa entelequia de labios de quienes mantienen un IVA cultural desmedido, reducen las exiguas becas de los estudiantes, desmantelan la enseñanza de las Humanidades ‒y ya de paso, el resto‒, asfixian a nuestros jóvenes científicos… Digamos que me resulta, cuanto menos, difícil de digerir. Que se erijan en paladines de esa presunta cultura occidental quienes, por poner sólo un ejemplo, confunden a Saramago con una famosa pintora, se me antoja, por ser generosa, esperpéntico. Cuando no bochornoso. Y qué es esa presunta cultura occidental si no una afortunada heredera del patrimonio clásico que los musulmanes conservaron e incrementaron para Europa cuando ésta pasaba por sus años más oscuros. Y también de tanta razón y humanidad que los propios musulmanes, civilización floreciente y tolerante por aquel entonces, tuvieron a bien legarnos. Figuras tan brillantes como Averroes, Ibn Hazm, Maimónides y tantos otros eran, aunque algunos parezcan no recordarlo ni estén mínimamente a la altura de su legado, tan musulmanes como españoles. He asistido repetidamente estos días al uso de un lenguaje polarizado y agresivo, incluso desafiante y provocador. Cuántas veces en las últimas horas no habré escuchado oponer el “nosotros” al “ellos”. Quiénes son ellos, me pregunto. Mientras tengo claro que, visto quien hace uso del término y cómo, ese “nosotros” que se esgrime ‒por otro lado, como tantas otras veces, sin mi consentimiento‒ no existe en absoluto. Ante determinadas manifestaciones sólo puedo repetir lo que decía Groucho Marx: “que paren el mundo, que yo me bajo”. Ahora, personas sin ninguna autoridad moral e incluso de dudosa integridad deciden que “estamos en guerra”. Ahora descubren que estamos en guerra… Ahora, justamente ahora: cuando la violencia que nosotros mismos alimentamos con nuestras intervenciones en suelo ajeno finalmente llama a la puerta. Hombre, ya es casualidad. Igual que descubrimos a los refugiados y concluimos que requieren una respuesta justo en el exacto momento en que se presentan en casa como visitas molestas. Entre tanto, lejos, bien lejos, podían agonizar y morir en el anonimato. En silencio y sin molestar, sin turbar las conciencias. Que es la hora de la cena y las escenas desagradables en el telediario molestan. Pues bien, la violencia genera sólo violencia. Es justamente haciendo uso de ella, por acción u omisión, como hemos llegado hasta aquí. No dudo que el pueblo francés, que tantas veces antes ha sabido mantener la dignidad y convertirse en defensor resistente de los derechos y las libertades en situaciones extremas, sabrá estar a la altura de las circunstancias. La pregunta es si sabrán estarlo también sus representantes políticos ‒y ya de paso, los nuestros‒. Y por el momento la situación no parece precisamente alentadora. Porque está claro que el poder crea dependencia. Y con tal de asegurarse su permanencia en él, uno hace y dice cualquier cosa. Lo que nos jugamos, en contra de lo que algunos personajillos ‒Curioso el uso de las alzas por parte de tantos “grandes” hombres de la Historia de toda nacionalidad. Se ve que los complejos no conocen fronteras‒ sostienen, no es nuestra propia seguridad, sino pilares fundamentales de la naturaleza humana. Porque reproducir patrones violentos únicamente deshumaniza y degrada. Y no caben alegaciones ni excepciones a esa regla básica.
Imposible saber la realidad que se abre cuando se cierra la puerta.
CORAZÓN DE CRISTAL
A la
memoria de Asunta
Había una vez una pareja que deseaba mucho una hija. Tenían de todo; sólo
eso les faltaba. Entonces decidieron comprarse una. La escogieron de metal,
para que resistiese las palabras duras sin abollarse y apenas tuviese
exigencias. La autómata era la hija perfecta, la que cualquiera habría deseado.
A diferencia del resto de niños, hablaba cuando debía y callaba cuando sus
padres no tenían ganas de escucharla. Jamás protestaba ni correteaba por la
casa, ni gritaba ni jugaba ni dejaba el brécol en el plato. De las malas
costumbres habituales entre los niños de carne sólo tenía la de no bañarse ni
lavarse los dientes, porque no lo necesitaba. Era la hija perfecta, la que
todos los padres habrían deseado.
Hasta que, mirando alrededor, sintió nostalgia. Procuraba introducir
alguna palabra en las conversaciones. “Qué raro, se habrá estropeado”, decían sus
padres. Y la apagaban por la fuerza con el mando a distancia.
“Será un cortocircuito”, supusieron un día al ver una lágrima en su
mejilla de metal. Decidieron llevarla a la chatarrería y comprarse una hija
nueva, último modelo.
Nunca más volvió a sentirse sola: la fundieron y con ella fabricaron un columpio.
Aún enseña a volar a otros niños.
Salomé Guadalupe
Ingelmo, Corazón de cristal, Papeles de la
Mancuspia 68, diciembre 2013, p. 3
Mientras, hoy cientos de padres se manifiestan para reivindicar su derecho y el derecho de sus hijos a la custodia compartida...
Nos despertamos, en vísperas
del aniversario del fallecimiento de Fernando Fernán Gómez, con la noticia de
que el Teatro Fernán Gómez de la plaza de Colón, en Madrid, ha pasado a
llamarse Centro Cultural de la Villa. Casi tan miserable como negarle a una víctima inocente de la avaricia empresarial y la dejadez o connivencia política
el nombre
de una calle, por poner un ejemplo.
Superado el primer impacto
propinado por la elegancia y sensibilidad de la medida, uno se dice que en
realidad no ha de asombrarse: quizá nada distinto se deba esperar de quienes
pretenden mantener al ciudadano secuestrado en su casa, víctima de un silencio
artificial e impuesto a golpe de multa, tribunal y porra. Demasiado libre e íntegro, Fernán Gómez, demasiado sincero, para convertirse en santo de según
qué devociones. No importa que fuese un creador polifacético, un verdadero
hombre de cultura; uno de esos que jamás confundirían al escritor Saramago con
la pintora Sara Mago, por ejemplo. No importa porque cada uno busca a sus
afines, y en ese espejo se mira y reconoce. Y entonces uno se dice que,
seguramente, el teatro de Colón pasará a llevar un nombre más acorde con las
circunstancias; que estará dedicado a otro intelectual más merecedor del honor,
más a la medida de quienes mandan. Quizá... Alfred Rosenberg, se me ocurre.
Ah, no, perdón, craso error:
éste no habría impuesto multas de seiscientos mil euros por entorpecer la misa.
Tanto trabajo, Jesús, tanta fatiga para distinguir las dos caras de la moneda;
tanto manifestarse, públicamente expuesto a las iras del tirano ‒propio y
extranjero‒; tanto sacrificio... para acabar así, para llegar a
"esto".
La decisión se puso en
práctica este miércoles. Sin embargo el todo poderoso político de turno, con su
imagen herida de muerte y recién salida de su enésima ‒es un decir: en Madrid
ya hemos perdido la cuenta‒ torpeza, visto lo impopular de la medida, intenta
sacar partido de la desafortunada coyuntura ordenando la restitución del nombre
de Fernán Gómez a su lugar el jueves, de emergencia. Ahora el edificio, en un
nuevo refrito, pasará a llamarse Fernán Gómez Centro Cultural de la Villa.
La Damnatio memoriae
era una práctica muy difundida en la Antigüedad: Egipto, Mesopotamia, Grecia,
Roma... El hombre ha manifestado su salvajismo más o menos por igual en todas
las partes del mundo. Entonces ‒y no sólo: ejemplos contemporáneos los
encontramos bajo el estalinismo y otros regímenes de diverso
signo‒ era costumbre suprimir de todos los monumentos e inscripciones el nombre
del enemigo caído ‒la abolitio nominis romana‒, o incluso del gobernador
precedente. Borrando su nombre, se pretendía borrar también su memoria.
Aniquilar definitivamente al oponente: condenarlo al ostracismo eterno.
Pues bien, los mezquinos y
mediocres no pueden deshacerse tan fácilmente de la imagen que tanto les
incomoda: la profesionalidad, la integridad, la dedicación, la vocación de
servicio, el saber hacer y el amor al trabajo y al prójimo; el respeto por el
hombre y sus cosas, en definitiva, no se olvida fácilmente. Porque hay
comportamientos que se convierten, por derecho propio, en ejemplo de vida. Y
otros que, por execrables, sólo sirven para demostrarnos que, por oposición,
vamos por el buen camino.
Una pena que haya carnes con
tan poca alma.
Lo que hay
Hay el alma
y hay la carne
(¿hay el alma y hay la carne?)
¡Qué pena, amor, esto sólo!
(¡Qué pena, amor, esto solo!)
¡Tanta carne
ensuciando mi alma!
(O tanta alma
ensuciando nuestra carne.)
Dudoso porvenir,
segura belleza,
tengo, amor mío,
para subir al cielo al contemplarte,
dos ojos en la cabeza.
Fernando Fernán Gómez, antología El canto es vuelo