"En el país de los jamones" (El Pardo, Madrid) |
Hoy en día, en pleno siglo XXI, lo inmovilista, rancio y anticuado es la esclavitud. Cuando unos seres humamos, considerados de segunda categoría por su nacimiento, pertenecían a otros que se aprovechaban de su trabajo y les robaban la dignidad, el pan, la salud, el acceso a la cultura e, incluso, la vida si así lo deseaban. Cuando los esclavos habían de mendigar la mísera existencia, padecer e incluso morir en silencio. Para no molestar.
Pasaron los tiempos en los que sólo se podía
contestar "sí, bwana". Yo lo entiendo. Pero el hombre blanco que no acepta
que se le cuestione cuando hace las cosas mal y las dice aún peor, no. No puede
porque quedó anclado en una visión social del pasado. O, depende de cómo se
mire, muy del futuro ‒a este paso, próximo, me temo‒: así como de 1984 o
de Farenheit.
O sea que lo rancio es oponerse a la
privatización... No me suena. Diría que desde que Espartaco llegó a la
conclusión de que ya estaba bien de jugarse el pellejo para divertir a los de
arriba, que si querían entretenerse bien podían comprarse un mono; desde que
Jesús pegó el primer zapatazo, o más bien “sandaliazo”, en el suelo del templo
para recordar que había que recuperar lo que a cada uno correspondía por legítimo
derecho, en adelante, los revolucionarios, los visionarios de ideas innovadoras
y perseguidas, han estado siempre en el otro lado de la moneda: en la cruz, en
la que no pertenece al césar. Que sea de Dios o no, ya dependerá de cada quien.
Aunque, no me cabe duda, Dios, de existir, está justamente de ese lado y no del
otro. Diría que lo avanzado ‒no me gustaría llamarlo "moderno" porque
se me hace frívolo‒ son las conquistas sociales. Ésas de las que, viniendo de
tanta represión, dictadura y caciquismo, logramos pocas con mucho esfuerzo. Y
de las que cada día vamos conservando menos.
El capitalismo no supone ninguna innovación a
estas alturas de la película. De hecho, como la realidad cotidiana demuestra,
es un sistema muerto. Tampoco hay que alarmarse más de la cuenta: nada es
eterno y un sistema incapaz de pensar en el mañana, basado en pulirse los
recursos de todo tipo sin control aunque eso signifique al tiempo autofagocitarse,
todavía menos. No es la primera ni será la última vez que una forma de
organización o régimen llega a su fin. No implica el Apocalipsis. Al menos no
para el ciudadano medio, el que está habituado a vivir modestamente y cultivar
pocas pretensiones; el acostumbrado a arrimar el hombro y emplear su
creatividad para construir de nuevo.
Sin embargo, evidentemente, hay quien, menos
resignado y peor acostumbrado, se aferra desesperadamente a los despojos,
disputándose los últimos pedazos con ferocidad. Nada que objetar si
estuviésemos en un documental del National Geographic. El problema es que su
supervivencia no peligra ‒aquí de lo que se habla es de mantener un estatus
alcanzado con métodos ignominiosos; de acaparar riqueza a expensas de los más
necesitados mientras aún se pueda, y caiga quien caiga‒ y los huesos que
pretenden mondar hasta el tuétano son de otros seres humanos que luchan
denodadamente por sacar adelante a sus propias familias: enfermos, ancianos,
niños... Ya no hay caramelo que robar de boca infantil a la puerta del colegio;
el sueldo no da para “chuches”. Así que ahora se conforman con mangarles a los
críos el bocata de chorizo ‒si llega para eso. El pan, en los peores casos‒
bajo las narices de sus impotentes padres. A los que, además, ningún empacho
impide llamar vagos, poco previsores o egoístas: si no les llega para pagar los
estudios de sus hijos, seguramente será porque deciden destinar sus pingües
ingresos, quizá los del subsidio de desempleo ‒puede que obtenido, como en
buena parte de los casos, defraudando ‒, a otros fines, como comprar teles de
plasma o hacer viajes al Caribe. Y en tal caso, se lo tienen merecido. Para
citar a otra de las muchas mentes preclaras de nuestro tiempo: “que se jodan”.
Es que nuestros ideólogos y pensadores, nuestros prohombres y promujeres,
nuestros autodenominados “barones” ‒aunque, en su mayoría, cueste encontrarles
la nobleza por algún sitio‒ poseen un vocabulario muy amplio.
El copago es, en definitiva, "una medida
feliz"... "Feliz"... Ah, ya. Se ve que, en según qué mentes,
Huxley caló muy hondo.
Pero claro, qué vamos a esperar de alguien que
define el copago farmacéutico ‒es decir, volver a pagar lo que el ciudadano
paga ya, presuntamente, con sus impuestos. Ésos con los que se dobla el presupuesto
a la financiación de partidos mientras se deja en la mitad los fondos destinados
a la Dependencia‒ como "justicia social".
Y uno se pregunta si llegará el día en que nos
levantemos y, durante veinticuatro horas, sólo veinticuatro cochinas horas,
ningún cargo público haya metido la pata en el charco. Es, por supuesto, un eufemismo,
porque ellos no se dan por satisfechos si no chapotean y se rebozan bien en el
lodazal. Cada uno responde a su propia naturaleza, es comprensible.
Así es normal que al que todavía se puede permitir
desayunar mojando una magdalena en el café con leche, se le encasquille la masa
en la garganta. Es que hay cosas que, claramente, no se pueden tragar.
Recolectores de algodón, William Aiken Walker |
Para escuchar a El Koala interpretando, Opá, yo vi acé un corrá