EL CAMINO, EL DE DENTRO Y EL DE FUERA, NO TIENE FIN: LO CONSTRUYEN LOS PROPIOS PIES.
Es éste un viaje a paisajes naturales, pero también a mis paisajes interiores: imposible delimitar lo que queda a cada lado de la ventana que es mi cámara. Es éste un viaje iniciático al interior de vosotros mismos que pasa por mirar, también, al exterior.
Abrimos una puerta a los caminos que recorren las montañas de Hervás. También, y muy especialmente, a los caminos que os recorren y que quizá nunca hayáis osado hollar. Nos esperan muchos lugares nuevos. Y cada unos de vosotros descubrirá, por su cuenta, otros paisajes interiores no menos hermosos, una tierra virgen: vuestro pequeño reino privado.
Hoy quiero recuperar una vieja
entrada de hace algunos inviernos. Aquí os la dejo de nuevo.
Para ti, con todo mi amor,
porque decidiste sostenerme cuando más lo necesitaba. Y todavía me sostienes. Sí, lo hemos comprobado con el tiempo.
¿Estoy avanzando o en
realidad retrocedo? Podría estar caminando de espaldas: a veces son engañosas
las apariencias ¿O sencillamente me limito a converger conmigo misma en un
punto que se finge centrado? ¿Serán ésas las huellas de la concordia? ¿Habrán
firmado la ansiada paz ambas mujeres?
Y no sé por qué sospecho que, con permiso de la geometría, podría estar
caminando en círculos una vez más. Como otros caminan en sueños. Porque quizá
tenga el vicio de cerrar convicciones sobre sí mismas una y otra vez, una y
otra vez. Igual que cierra un estupor el niño en su nuevo cuaderno de caligrafía.
Lista para volver a trabajar sin red. ¿Vas a atraparme al vuelo? ¿Me sostendrás
o, sencillamente, permitirás que me estampe contra el suelo?
Si has pensado sólo por un segundo “¿se estará dirigiendo a mí?”, me debes una
respuesta. Pero no la quiero; de nada me sirve. Habremos de comprobarlo con el
tiempo. (S. G. I., Hervás, 22 de febrero de 2011)
No sé por qué, pero cada día
me cuesta más distinguir las campañas electorales de las promociones que actualmente
a todas horas ‒incluidas, por supuesto, las más intempestivas‒ nos ofrecen las
empresas de telefonía.
El mismo irresistible cóctel
de impertinencia y mendacidad. La misma adorable mezcla de desparpajo y
estulticia. Las mismas ganas, eso sí, de darlo todo; de salir al paso sea como
sea. Porque los nuestros, en efecto, son políticos verdaderamente todoterreno. Que
lo mismo te canto que te bailo que te lanzo a la cara unos datos que, al margen
de no ser ciertos, hasta anoche, por supuesto, ni siquiera me he molestado en
aprendérmelos.
Sólo haría una petición a
nuestros representantes. Ya que no pueden evitar dar el espectáculo, que al
menos, por favor, no sigan optando por los deportes de riesgo. Por mucho que se
lo pida Calleja. Porque el rápel, rafting, puenting y todo lo demás, aunque les
coloquen casco en la cabeza, parece que podría tener consecuencias sobre
quienes dirigen o pretenden dirigir nuestros destinos. Lo mismo es que los
daños ya eran previos. Recemos para que, al menos, no se revelen irreversibles.
En definitiva, estamos en
campaña electoral y encima ‒jo, jo, jo‒ es Navidad. Así que, como en cualquier otra
promoción: todo lo que tú quieras y, además, un jamón.
Dedicado a todos los protagonistas, a los que
aún nos acompañan y a los que no. Muy especialmente, a la memoria de la
incansable tía Chon.
−Bebe
algo entre tanto.
Su
padre parece radiante; raras veces que se reúnen para comer en familia. La vida
se ha vuelto tan frenética… Aunque esa casa aún parce un remanso de paz, un refugio.
Mientras
se sirve un licor de hierbas, contempla las manos huesudas de su bisabuelo, en
apariencia hábiles a pesar de la edad.
***
Los
dedos ásperos ejecutan el familiar rito con insospechada delicadeza. Ni un poco
de pólvora se pierde.
−La
munición es muy cara; no puede desperdiciarse. −explica a su nieto−. Esos
bichos tienen la frente dura; a veces los proyectiles rebotan. Pero si aguantas
la embestida, si resistes inmóvil hasta que el animal haya llegado a tu altura,
tienes unos segundos para dispararle tras la oreja. Es infalible.
El
pequeño asiente con la boca abierta.
Por
eso Juan “Chaparro”, con su pequeña estatura y su aire sosegado, es el cazador
más respetado de Guadalupe. A él acuden los ricachones en busca de monterías
como la del día siguiente. Aunque ésa será distinta: por primera vez le
acompañará su nieto favorito.
−Ya
sabes, Juanito. Si el guarro saliese vivo, no intentes usar la escopeta; no
tendrías tiempo. Tírala al suelo y súbete a un árbol recio. Enfurecidos, se
llevan cualquier cosa por delante. Ante todo, prudencia. Recuerda la pierna de
tu primo, abierta de arriba abajo. Jamás persigas a uno herido, ni intentes rematarlo
con el cuchillo. Cuando te tiente hacer una tontería, piensa en esa cicatriz;
la llevará toda la vida. La caza no es un juego. En ella hombre y animal miden
sus fuerzas, y han de hacerlo con honor, limpiamente –instruye al muchacho.
Las
caballerías resoplan asustadas. Como tantas veces, ha instalado a los forasteros
dentro del castaño Abuelo; pero ha decidido pasar la noche al descubierto junto
a su nieto. Quiere que el chiquillo pueda ver las estrellas. Además algo le
empuja a alejarlo de esos hombres.
−Juanito,
no te asustes −susurra−. Los lobos van a pasar. No te harán nada, hijo. Cúbrete
con las mantas: la manada saltará sobre el bulto y seguirá su camino. No traen
hambre.
Y
en efecto todo sucede exactamente como pronostica el abuelo. Igual que en un
sueño, los animales saltan ágilmente, sin hacer ruido. Con el corazón acelerado,
el muchacho comprende que jamás volverá a vivir una experiencia igual.
A
la mañana siguiente sólo unas huellas entre las hojas caídas delatan la
inesperada visita. Los forasteros ni siquiera se percatan. Abuelo y nieto
sonríen cómplices y guardan su secreto: ellos no pueden entender.
Emprenden
el regreso. La caza ha sido buena, pero ellos no se muestran satisfechos; nunca
parecen tener suficiente. Si salen liebres, querían conejos; si perdices, palomas…
Incluso los dos jabalíes que al principio alabaron, ahora suscitan indiferencia.
Juan “Chaparro” dirige una melancólica mirada a los trofeos. No se merecen nada, se dice. Cuando un
disparo interrumpe su pensamiento. Uno de ellos ha abatido un águila real; el
animal yace muerto en el suelo.
−¿Qué
les dije antes de salir? No se tira a nada que no se coma. No conmigo. La
próxima vez, búsquense a otro –zanja decidido; él tiene sus normas.
El
resto del camino se recorre en silencio.
***
−¡Máxima!
–llama en el humilde zaguán.
−Es
inútil que grite, padre –responde su hija desde la cocina, donde se hace vida
familiar−. Una vecina vino de buena mañana: tenía una culebra en casa y pensaba
deshacerse de ella. Ya sabe usted cómo es madre: “no la mates, pobrecita. Ya la
convenzo yo de que se vaya”, dijo. Y para allá que marchó con un cuenco lleno
de leche. Luego mandaron a buscarla para que recompusiese los huesos a un
chiquillo; una caída. Y aún no ha vuelto. Por el camino habrá encontrado a
alguien más… Acércate al fuego, Juanito, que traerás frío. ¿Te has divertido?
El
pequeño asiente con vehemencia.
−Pero,
padre, un águila… Madre se enfadará; le costó tanto preparar aquella que
encontró usted malherida y hubo de rematar por piedad...
−Qué
quieres que haga. Así son los señoritos. Ya no tenía remedio; no quise desperdiciarla.
En esta casa todo lo que se mata, se come –afirma inquebrantable.
***
El
noticiario salta de los incendios provocados por la estupidez humana a los
provocados por la maldad humana. Rapaces envenenadas, caza furtiva… Les quitamos lo que era suyo y ni siquiera
nos basta, se dice.
La
voz del presentador se convierte en un ruido confuso: súbitamente el retrato de
su bisabuelo se le antoja el único mensaje razonable. “Ya no hay reglas del
juego”, murmura mientras lo acaricia ensimismada. El hombre, un anciano
sencillo de pueblo, mira al frente: ni orgulloso ni avergonzado; simplemente,
sereno. Nunca debió nada a nadie, jamás hizo daño a sabiendas. No tomó más de
lo que necesitaba ni dio menos de cuanto pudo; en su casa, aunque sólo hubiese
sopa, la puerta siempre estuvo abierta. Se fue como vino al mundo: pobre pero
honesto.
–Ya
acabo –anuncia su padre desde la cocina–. Mucho trabajo, verdad, hija.
Seguramente tienes prisa.
–No
mucha –miente. Quizá haya descubierto de golpe sus prioridades–. Papá, cuéntame
otra vez…
Ha
oído esa historia cientos de veces. Tantas que ahora teme no haber escuchado
con suficiente atención desde hace algún tiempo. Y ella no quiere olvidar. Es Día
de Todos los Santos, día para el recuerdo.
Su
padre, portando una bandeja de embutidos y queso, precede al seductor aroma de
la caldereta de cordero que aún canturrea bajito al fuego.
–Pues
verás, cuando yo era pequeño…
***
José María Gabriel y Galán por Alejandro Cabeza / Colección Casa Museo Gabriel y Galán de Guijo de Granadilla
El presente retrato forma parte
de la colección de la Casa Museo
Gabriel y Galán de Guijo de Granadilla. Otro retrato del poeta obra de
Alejandro Cabeza, una interpretación radicalmente distinta del personaje,
pertenece a los fondos permanentes del Museo
Provincial de Cáceres. Además del busto presente en la plaza donde se
encuentra la Casa Museo, sendas esculturas del escritor fueron realizadas por Juan
Cristóbal (ubica en la Plaza Gabriel y Galán de Salamanca) y Enrique Pérez
Comendador (la emplazada en el Paseo de Cánovas en Cáceres). Alejandro Cabeza
es autor también de un retrato del escultor de Hervás Enrique Pérez Comendador,
obra integrada en la colección del Museo
Provincial de Bellas Artes de Badajoz.
El
camino no pesa en las piernas ni la noche en los párpados. Parte mientras todos
duermen; sabe que la ruta ofrecerá mucho más que el sueño. Entusiasta, abandona
el cálido lecho y sale al frío de la madrugada. Sólo una mirada hacia arriba
antes de iniciar la marcha. Desde el cielo se despiden las estrellas, tantas
como cuando el mundo aún era a medida de hombre. Su MP3, perspicaz compañero, tararea
la banda sonora de El último mohicano.
La
ruta, plagada de gélidos arroyos estacionales por atravesar, es exigente en
invierno. Camina, inmersa en la niebla o bautizada por la lluvia, sobre tomos
de nieve que entorpecen el avance. Sortea las insidiosas placas de hielo y
soporta en los párpados tiernos las punzantes agujas arrancadas de las cumbres por
el viento. Pero el esfuerzo es escuela; la estación ofrece catarsis y gnosis. Entonces
se comprenden muchas cosas. Lo que no nos mata, nos hace más fuertes. Descubre
que puede llegar siempre más lejos. Aprende a caminar otra vez, de cero. Con
cada paso, aprende a respirar de nuevo.
El verde
ceniciento como lápida de cementerio de los enormes canchales, ríos estáticos
de negro
carbón en verano, no la desalientan. Líquenes y musgo no la engañan. Con
los pies sumergidos en el arrollo
helado, tiemblan los abedules. Pero esa
languidez es aparente. La impaciencia palpita tras su desnudez indefensa, sólo
ficción de muerte, necesario reposo, pausa para la reflexión y el sueño: para
proyectar el día del largo bostezo, cuando las ramas se estiren al sol y la savia
postergada corra de nuevo.
El invierno es,
para quien sabe mirar, promesa de nueva vida.
La lluvia lava
decepción, traición y pérdida. El dolor, hasta hace poco en carne viva, se
arrastra por el suelo alejándose en sordina. Ha comprendido que si corre lo
suficiente, lo dejará atrás: con la lengua fuera, ya no podrán alcanzarla. Así,
a cada paso, reconstruye sus tejidos hechos jirones. Ya no mana sangre de la
herida.
La bestia,
negra como la pena negra, con el pelo erizado, va perdiendo el rastro. Súbitamente
sólo logra oler su derrota. No puede seguir adelante: incapaz de traspasar esa frontera
invisible que ella ha marcado con su avance, impotente, se resigna a verla alejarse
mientras gruñe frustrada. “I'm safe up high nothing can touch
me… No pain inside. You're my protection”, susurra Pink en su oído. El MP3 no
parece dispuesto a rendirse. Es cuestión de disciplina. Entonces comprende definitivamente:
si tú no lo permites, nada podrá contigo. Pasará antes el cataclismo que tu
tozuda resolución. Seguirás de pie, con las raíces firmemente ancladas al suelo
y el tronco orgulloso ante las embestidas del viento, esperando, si hace falta,
que pase el invierno.
Descripción de la ruta
Longitud: una
media de 30km, variables según por donde tomemos y abandonemos la Pista.
Propongo
comenzar por la Solanilla, camino que tradicionalmente conducía al Pinajarro. Al
desembocar en la Pista, continuamos hacia la derecha hasta llegar a un pilón.
Allí abandonamos la Heidi y tomamos la pista que se adentra en un pinar a
nuestra izquierda. Pasaremos a los pies del Pinajarro y sortearemos una bella cascada.
Continuamos circunvalando la sierra hasta que el camino comienza a descender y
enlazamos con la Heidi, que tomaremos hacia nuestra izquierda. En las
Tabladillas podemos seguir por la Pista o bajar hasta el canal, y allí decidir
si aprovechar para visitar la Chorrera o bajar directamente por las Vueltas y
regresar ‒quizá echando un vistazo antes a las Charcas Verdes, tras la Fábrica
de la Luz‒ por Marinejo.
Las fuentes a
lo largo de la Heidi son abundantes. Además en invierno los arroyos se
multiplican. En esta estación conviene no transitar al borde de la pista en los
tramos encementados, sobre los que aparecen resbaladizas placas de hielo.
Epílogo
Cada año, por
irresponsabilidad o viles intereses, los incendios asolan nuestros bosques.
Muchos no entienden aún que la muerte fuera es también la muerte dentro.
Recorrer un paraje calcinado es tiznarse de luto los pies, llenarse los oídos
de silencio y los pulmones de muerte. Recorrer un paraje calcinado es, en plena
canícula, sentir como avanza el verdadero frío; tomar conciencia de lo irreversible.
En el verano
de 2015 han ardido alrededor de ocho mil hectáreas en la Sierra de Gata. El
paisaje jamás volverá a ser el mismo: nadie
puede bañarse dos veces en un mismo río. Pero el ser humano necesita puntos
firmes a los que poder aferrarse, seguridades a las que anclarse para no quedar
a la deriva tras cada naufragio: rutas con las que crecer y construirse sólidamente
por dentro… para afrontar después con nuevas armas todo lo que el proceloso
destino le pueda deparar.
Salvar los
bosques, que nos conceden todo eso, significa salvarnos a nosotros mismos.
James Finn Garner, escritor, periodista y hombre de teatro norteamericano, publicó en 1994 un libro titulado Cuentos infantiles políticamente correctos (Politically correct bedtime stories). En él se rescataban algunos relatos de siempre: Blancanieves, La Cenicienta, Los tres cerditos y, por supuesto, Caperucita Roja, que abre la deliciosa antología. Estos textos fueron escritos originalmente para la compañía teatral Theater of the Bizarre o Teatro de lo Estrafalario, pero luego su autor los reformuló como relatos que se convirtieron en best-seller inmediatamente.
En su introducción el autor sostenía: "Hoy en día, tenemos la oportunidad –y la obligación– de replantearnos estos cuentos” clásicos” de tal modo que reflejen la ilustración de la época en la que vivimos, y tal ha sido mi propósito al redactar esta humilde obra”
[…] “Deseo disculparme de antemano y animar al lector a presentar cualquier sugerencia encaminada a rectificar posibles muestras –ya debidas a error u omisión– de actitudes inadvertidamente sexistas, racistas, culturalistas, nacionalistas, regionalistas, intelectualistas, socieconomistas, etnocéntricas, falocéntricas, heteropatriarcales o discriminatorias por cuestiones de edad, aspecto, capacidad física, tamaño, especie u otras no mencionadas, ya que no me cabe duda de que mi intento por desarrollar una literatura significativa y desprovista de cualquier posible arbitrariedad y de la influencia de las imperfecciones del pasado ha de hallarse necesariamente sujeto a errores".
Tras el éxito de la obra, publicaría su secuela en 1996: Más cuentos infantiles políticamente correctos. Un año después, en 1997, se editaría Cuentos navideños políticamente correctos.
No suelo ser partidaria de las versiones: si la obra es perfecta, para qué tocarla; si la historia no merece la pena, mejor escribir ex novo que intentar versionarla. No obstante las reinterpretaciones políticamente correctas de Finn resultan lo suficientemente originales como para ofrecer una aportación de utilidad real en su/nuestro tiempo, y por tanto se pueden considerar adaptaciones ajustadas a las necesidades de un lector contemporáneo. No citar las fuentes es ya de por sí plagiar; pero Finn, consciente de ello y extremadamente escrupuloso, agradece repetidamnte a los hermanos Grimm y a Chrsitian Andersen su "inspiración".
Encontraréis esta obra, ya clásica, en muchas bibliotecas públicas de Madrid y seguramente de toda España. Puede que incluso la escuchéis narrada durante alguna sesión dedicada a la difusión del cuento entre la población madura, los denominados cuentacuentos para adultos, ahora bastante comunes en los centros de lectura y centros culturales de gestión pública. No obstante aquí os la dejo hoy, íntegra, para que reflexionéis detenidamente sobre ella.
Matteo Ponzoni, Judith con la cabeza de Holofernes
Erase una vez una persona de corta edad
llamada Caperucita Roja que vivía con su madre en la linde de un bosque.
Un día, su madre le pidió que llevase una cesta con fruta fresca y agua
mineral a casa de su abuela, pero no porque lo considerara una labor
propia de mujeres, atención, sino porque ello representa un acto
generoso que contribuía a afianzar la sensación de comunidad. Además, su
abuela no estaba enferma; antes bien, gozaba de completa salud física y
mental y era perfectamente capaz de cuidar de sí misma como persona
adulta y madura que era.
Así, Caperucita Roja cogió su cesta y
emprendió el camino a través del bosque. Muchas personas creían que el
bosque era un lugar siniestro y peligroso, por lo que jamás se
aventuraban en él. Caperucita Roja, por el contrario, poseía la
suficiente confianza en su incipiente sexualidad como para evitar verse
intimidada por una imaginería tan obviamente freudiana.
De camino a casa
de su abuela, Caperucita Roja se vio abordada por un lobo que le
preguntó qué llevaba en la cesta.
—Un saludable tentempié para mi abuela
quien, sin duda alguna, es perfectamente capaz de cuidar de sí misma
como persona adulta y madura que es —respondió.
—No sé si sabes, querida —dijo el lobo—,
que es peligroso para una niña pequeña recorrer sola estos bosques.
Respondió Caperucita:
—Encuentro esa observación sexista y en
extremo insultante, pero haré caso omiso de ella debido a tu tradicional
condición de proscrito social y a la perspectiva existencial —en tu
caso propia y globalmente válida— que la angustia que tal condición te
produce te ha llevado a desarrollar. Y ahora, si me perdonas, debo
continuar mi camino.
Caperucita Roja enfiló nuevamente el
sendero. Pero el lobo, liberado por su condición de segregado social de
esa esclava dependencia del pensamiento lineal tan propia de Occidente,
conocía una ruta más rápida para llegar a casa de la abuela. Tras
irrumpir bruscamente en ella, devoró a la anciana, adoptando con ello
una línea de conducta completamente válida para cualquier carnívoro. A
continuación, inmune a las rígidas nociones tradicionales de lo
masculino y lo femenino, se puso el camisón de la abuela y se acurrucó
en el lecho.
Caperucita Roja entró en la cabaña y dijo:
—Abuela, te he traído algunas chucherías
bajas en calorías y en sodio en reconocimiento a tu papel de sabia y
generosa matriarca.
—Acércate más, criatura, para que pueda verte -dijo suavemente el lobo desde el lecho.
—¡Oh! —repuso Caperucita—. Había olvidado que visualmente eres tan limitada como un topo. Pero, abuela, ¡qué ojos tan grandes tienes!
—Han visto mucho y han perdonado mucho, querida.
—Y, abuela, ¡qué nariz tan grande tienes!... relativamente hablando, claro está, y, a su modo, indudablemente atractiva.
—Han olido mucho y ha perdonado mucho, querida.
—Y… ¡abuela, qué dientes tan grandes tienes!
Respondió el lobo:
—Soy feliz de ser quien soy y lo que
soy —y, saltando de la cama, aferró a Caperucita Roja con sus garras,
dispuesto a devorarla.
Caperucita gritó; no como resultado de la
aparente tendencia del lobo hacia el travestismo, sino por la deliberada
invasión que había realizado de su espacio personal.
Sus gritos
llegaron a oídos de un operario de la industria maderera (o técnicos en
combustibles vegetales, como él mismo prefería considerarse) que pasaba
por allí. Al entrar en la cabaña, advirtió el revuelo y trató de
intervenir. Pero apenas había alzado su hacha cuando tanto el lobo como
Caperucita Roja se detuvieron simultáneamente.
—¿Puede saberse con exactitud qué cree
usted que está haciendo? —inquirió Caperucita.
El operario maderero
parpadeó e intentó responder, pero las palabras no acudían a sus labios.
—¡Se cree acaso que puede irrumpir aquí
como un Neandertalense cualquiera y delegar su capacidad de reflexión en
el arma que lleva consigo! —prosiguió Caperucita—. ¡Sexista! ¡Racista!
¿Cómo se atreve a dar por hecho que las mujeres y los lobos no son
capaces de resolver sus propias diferencias sin la ayuda de un hombre?
Al
oír el apasionado discurso de Caperucita, la abuela saltó de la panza
del lobo, arrebató el hacha al operario maderero y le cortó la cabeza.
Concluida la odisea, Caperucita, la abuela y el lobo creyeron
experimentar cierta afinidad en sus objetivos, decidieron instaurar una
forma alternativa de comunidad basada en la cooperación y el respeto
mutuos y, juntos, vivieron felices en los bosques para siempre.
Casa Mudéjar, Cáceres (Monumento Histórico-Artístico)
Ahora, tras un tiempo prudencial para la reflexión, porque nunca conviene manifestarse con las vísceras aún humeantes y revueltas sino atemperadas por el uso de la razón, puedo decir. Puedo decir que estos días he escuchado palabras alarmantes. Verbos como exterminar, erradicar y otros semejantes en labios de comunes ciudadanos. Puedo decir que se me han ofrecido, repetidos hasta la saciedad por quienes dirigen nuestros destinos ‒es para tener mucho miedo‒, conceptos a duras penas inteligibles cuando no manifiestamente improbables. Tales como el repetidamente enarbolado de “cultura occidental”, por ejemplo. Cultura occidental… Sin duda existen las culturas occidentales, pero la cultura occidental… No, decididamente no me suena. Y escuchar, además, esa entelequia de labios de quienes mantienen un IVA cultural desmedido, reducen las exiguas becas de los estudiantes, desmantelan la enseñanza de las Humanidades ‒y ya de paso, el resto‒, asfixian a nuestros jóvenes científicos… Digamos que me resulta, cuanto menos, difícil de digerir. Que se erijan en paladines de esa presunta cultura occidental quienes, por poner sólo un ejemplo, confunden a Saramago con una famosa pintora, se me antoja, por ser generosa, esperpéntico. Cuando no bochornoso. Y qué es esa presunta cultura occidental si no una afortunada heredera del patrimonio clásico que los musulmanes conservaron e incrementaron para Europa cuando ésta pasaba por sus años más oscuros. Y también de tanta razón y humanidad que los propios musulmanes, civilización floreciente y tolerante por aquel entonces, tuvieron a bien legarnos. Figuras tan brillantes como Averroes, Ibn Hazm, Maimónides y tantos otros eran, aunque algunos parezcan no recordarlo ni estén mínimamente a la altura de su legado, tan musulmanes como españoles. He asistido repetidamente estos días al uso de un lenguaje polarizado y agresivo, incluso desafiante y provocador. Cuántas veces en las últimas horas no habré escuchado oponer el “nosotros” al “ellos”. Quiénes son ellos, me pregunto. Mientras tengo claro que, visto quien hace uso del término y cómo, ese “nosotros” que se esgrime ‒por otro lado, como tantas otras veces, sin mi consentimiento‒ no existe en absoluto. Ante determinadas manifestaciones sólo puedo repetir lo que decía Groucho Marx: “que paren el mundo, que yo me bajo”. Ahora, personas sin ninguna autoridad moral e incluso de dudosa integridad deciden que “estamos en guerra”. Ahora descubren que estamos en guerra… Ahora, justamente ahora: cuando la violencia que nosotros mismos alimentamos con nuestras intervenciones en suelo ajeno finalmente llama a la puerta. Hombre, ya es casualidad. Igual que descubrimos a los refugiados y concluimos que requieren una respuesta justo en el exacto momento en que se presentan en casa como visitas molestas. Entre tanto, lejos, bien lejos, podían agonizar y morir en el anonimato. En silencio y sin molestar, sin turbar las conciencias. Que es la hora de la cena y las escenas desagradables en el telediario molestan. Pues bien, la violencia genera sólo violencia. Es justamente haciendo uso de ella, por acción u omisión, como hemos llegado hasta aquí. No dudo que el pueblo francés, que tantas veces antes ha sabido mantener la dignidad y convertirse en defensor resistente de los derechos y las libertades en situaciones extremas, sabrá estar a la altura de las circunstancias. La pregunta es si sabrán estarlo también sus representantes políticos ‒y ya de paso, los nuestros‒. Y por el momento la situación no parece precisamente alentadora. Porque está claro que el poder crea dependencia. Y con tal de asegurarse su permanencia en él, uno hace y dice cualquier cosa. Lo que nos jugamos, en contra de lo que algunos personajillos ‒Curioso el uso de las alzas por parte de tantos “grandes” hombres de la Historia de toda nacionalidad. Se ve que los complejos no conocen fronteras‒ sostienen, no es nuestra propia seguridad, sino pilares fundamentales de la naturaleza humana. Porque reproducir patrones violentos únicamente deshumaniza y degrada. Y no caben alegaciones ni excepciones a esa regla básica.
Los poetas, los
escritores generosos, nunca están solos. Generaciones pasadas, presentes y
futuras les sostienen en pie cuando las fuerzas propias flaquean.
Porque el poeta es un loco traspasado por el fuego divino, un niño cuya
lengua la hipocresía no ata. El poeta cumple, aún, con la sagrada obligación de
desentrañar las vísceras y exponerlas al sol, a la vista de todos. El poeta es
de todas las patrias y de ninguna. Condenado a esa bendición de no tener una
almena que pueda decir que es suya. Sólo a la verdad y al hombre, al hombre sin
nacionalidad, al hombre sin rostro, se debe. El poeta ofrece generoso hasta el
último húmero a la voracidad de su insensato tiempo. “Yo doy todos mis versos
por un hombre / en paz. Aquí tenéis, en carne y hueso, / mi última voluntad”, decía
Blas de Otero.
Imposible saber la realidad que se abre cuando se cierra la puerta.
CORAZÓN DE CRISTAL
A la
memoria de Asunta
Había una vez una pareja que deseaba mucho una hija. Tenían de todo; sólo
eso les faltaba. Entonces decidieron comprarse una. La escogieron de metal,
para que resistiese las palabras duras sin abollarse y apenas tuviese
exigencias. La autómata era la hija perfecta, la que cualquiera habría deseado.
A diferencia del resto de niños, hablaba cuando debía y callaba cuando sus
padres no tenían ganas de escucharla. Jamás protestaba ni correteaba por la
casa, ni gritaba ni jugaba ni dejaba el brécol en el plato. De las malas
costumbres habituales entre los niños de carne sólo tenía la de no bañarse ni
lavarse los dientes, porque no lo necesitaba. Era la hija perfecta, la que
todos los padres habrían deseado.
Hasta que, mirando alrededor, sintió nostalgia. Procuraba introducir
alguna palabra en las conversaciones. “Qué raro, se habrá estropeado”, decían sus
padres. Y la apagaban por la fuerza con el mando a distancia.
“Será un cortocircuito”, supusieron un día al ver una lágrima en su
mejilla de metal. Decidieron llevarla a la chatarrería y comprarse una hija
nueva, último modelo.
Nunca más volvió a sentirse sola: la fundieron y con ella fabricaron un columpio.
Aún enseña a volar a otros niños.
Salomé Guadalupe
Ingelmo, Corazón de cristal, Papeles de la
Mancuspia 68, diciembre 2013, p. 3
Mientras, hoy cientos de padres se manifiestan para reivindicar su derecho y el derecho de sus hijos a la custodia compartida...
Judíos
húngaros bajando del tren en Auschwitz (1944)
Carne de
trascendencia negada; carne a la que oídos sordos obligan a ser sólo carne. Cuerpos
hacinados en trenes con destinos inciertos, mercancías sobre las que otros
deciden sin pudor ni remordimiento. Olvidado el pasado reciente, ejecuta a la víctima
la víctima del exterminio más abyecto. Tan similares las imágenes a las de otro
tiempo… Tanto que me pregunto si estamos todos ciegos para no verlo. Tan
similares las imágenes a las de otro tiempo… Sospecho que son más frágiles las
memorias que los cuerpos. (S. G. I., Madrid, 4 de septiembre
de 2015)
Nota:
En marzo de 1944, bajo la dirección de Adolf Eichmann, comienzan las
deportaciones de judíos desde Hungría. Hacia mediados de junio partían cuatro
trenes de la muerte diarios hacia los campos de exterminio. Se calcula que en
la Segunda Guerra Mundial, por efecto directo de la Shoah, fueron asesinados más
de seiscientos mil judíos de origen húngaro.
[…] Al cabo de
tantos y tantos años de ilusiones estériles había empezado a vislumbrar que no
se vive, qué carajo, se sobrevive, se aprende demasiado tarde que hasta las
vidas más dilatadas y útiles no alcanzan para nada más que para aprender a
vivir, había conocido su incapacidad de amor en el enigma de la palma de sus
manos mudas y en las cifras invisibles de las barajas y había tratado de
compensar aquel destino infame con el culto abrasador del vicio solitario del
poder […], se había cebado en la falacia y el crimen, había medrado en la
impiedad y el oprobio y se había sobrepuesto a su avaricia febril y al miedo
congénito sólo por conservar hasta el fin de los tiempos su bolita de vidrio en
el puño sin saber que era un vicio sin término cuya saciedad generaba su propio
apetito hasta el fin de todos los tiempos mi general, había sabido desde sus
orígenes que lo engañaban para complacerlo, que le cobraban por adularlo, que
reclutaban por la fuerza de las armas a las muchedumbres concentradas a su paso
con gritos de júbilo y letreros venales de vida eterna al magnífico que es más
antiguo que su edad, pero aprendió a vivir con esas y con todas las miserias de
la gloria a medida que descubría en el transcurso de sus años incontables que
la mentira es más cómoda que la duda, más útil que el amor, más perdurable que
la verdad, había llegado sin asombro a la ficción de ignominia de mandar sin
poder, de ser exaltado sin gloria y de ser obedecido sin autoridad cuando se
convenció en el reguero de hojas amarillas de su otoño que nunca había de ser
el dueño de todo su poder, que estaba condenado a no conocer la vida sino por
el revés […], porque nosotros sabíamos quiénes éramos mientras él se quedó sin
saberlo para siempre con el dulce silbido de su potra de muerto viejo tronchado
de raíz por el trancazo de la muerte, volando entre el rumor oscuro de las
últimas hojas heladas de su otoño hacia la patria de tinieblas de la verdad del
olvido, agarrado de miedo a los trapos de hilachas podridas del balandrán de la
muerte y ajeno a los clamores de las muchedumbres frenéticas que se echaban a
las calles cantando los himnos de júbilo de la noticia jubilosa de su muerte y
ajeno para siempre jamás a las músicas de liberación y los cohetes de gozo y
las campanas de gloria que anunciaron al mundo la buena nueva de que el tiempo
incontable de la eternidad había por fin terminado.
Durante el fin
de semana los gallinazos se metieron por los balcones de la casa presidencial,
destrozaron a picotazos las mallas de alambre de las ventanas y removieron con
sus alas el tiempo estancado en el interior, y en la madrugada del lunes la
ciudad despertó de su letargo de siglos con una tibia y tierna brisa de muerto
grande y de podrida grandeza. Sólo entonces nos atrevimos a entrar sin embestir
los carcomidos muros de piedra fortificada, como querían los más resueltos, ni
desquiciar con yuntas de bueyes la entrada principal, como otros proponían,
pues bastó con que alguien los empujara para que cedieran en sus goznes los
portones blindados...
Gabriel García Márquez, El otoño
del patriarca
El calabozo
número tres era una cuadra con altas luces enrejadas, mal oliente de alcohol,
sudor y tabaco. Colgaban en calle, a uno y otro lateral, las hamacas de los
presos, reos políticos en su mayor cuento, sin que faltasen en aquel rancho el
ladrón encanecido, ni el idiota sanguinario, ni el rufo valiente, ni el
hipócrita desalmado. Por hacerles a los políticos más atribulada la cárcel, les
befaba con estas compañías. […]
Medida la
mañana, habían iniciado el fuego de cañón las partidas rebeldes, y en poco
tiempo abrieron brecha para el asalto. Tirano Banderas intentó cubrir el
portillo, pero las tropas se le desertaban, y tuvo que volver a encerrarse en
sus cuarteles. […]
Tirano
Banderas salió a la ventana, blandiendo el puñal, y cayó acribillado. Su
cabeza, befada por sentencia, estuvo tres días puesta sobre un cadalso con
hopas amarillas, en la Plaza de Armas: El mismo auto mandaba hacer cuartos el
tronco y repartirlos de frontera a frontera, de mar a mar.
Ramon del Valle-Inclan, Tirano
Banderas
SU JUEGO FAVORITO
Salomé Guadalupe Ingelmo
En medio del escenario, un trilero impecablemente trajeado
espera, acechante cual tarántula venenosa, tras su mesita plegable. Sobre ésta
destacan, incitantes como hongos tóxicos, tres cubiletes de brillantes colores:
atractivos, irresistibles para cualquier ojo. Otro individuo, un transeúnte de
paso, aminora la marcha. Titubea… Parece dispuesto a pararse y probar suerte. El
trilero finge no reparar en él; pero en realidad lo vigila, observando
atentamente de soslayo. Quizá haya caído en la red otro mirlo al que desplumar.
TRILERO:
(Simulando indiferencia) Ah, ahí veo un caballero que quiere probar suerte.
(Comienza maquinalmente, con cadencia
monótona pero persuasiva, su retahíla bien aprendida.) Sólo por un
papelito, toda una ronda. Un papelito: tres intentos. Un voto: tres intentos.
Vamos, que lo estamos dando. Lo estamos regalando. Nos lo quitan de las manos. (Dirigiéndose directamente a él. Dando el
golpe de gracia a su incauta presa.) Anímese, hombre, que hoy lleva la
suerte escrita en su cara.
El individuo común de mediana edad, un hombre cualquiera
vestido con ropas bastante usadas y con el cansancio vital tatuado en el
rostro, decide reconstruir esa fe que perdió a fuerza de ver cómo otros se
limpiaban los zapatos sobre ella. Porque a veces incluso suceden milagros,
tiende sin mucho convencimiento la papeleta electoral. Ésa que el trilero hace
desaparecer inmediatamente, visto y no visto, en el bolsillo de su chaqueta de
marca.
(Con sonrisa bobalicona y el mismo tono ridículo que emplean
para dirigirse a los bebés quienes creen que estos son estúpidos. Incluso
moviendo las manos en el aire como si se dispusiese a hacerle los “cinco
lobitos”.)
¿Dónde está la ayuda a la dependencia? ¿Dónde está la bolita ganadora? (Canturrea entusiasta igual que si le
hablase a un perro al que estuviese a punto de lanzar un palo; sólo por
entretener su atención.) ¡Sigue la bolita, sigue la bolita!
Comienza a mover los cubiletes cada vez más rápido. Hasta
alcanzar una velocidad vertiginosa que nada tiene que ver con los movimientos
casi torpes de que hacía gala al comienzo de su exhibición. Una velocidad
imposible de seguir para ojo humano alguno. El hombre, impertérrito,
aparentemente seguro de sí aunque aún sin traza alguna de entusiasmo, indica con
su índice un cubilete. Entonces para en seco la frenética danza.
(Fingiendo un pesar que no siente sólo con las palabras; pero
demostrando al tiempo, mediante su tono de voz, una alegría despiadada e
impúdica. Con evidente recochineo.) ¡Ooooh… Cuánto lo siento! Aquí sólo hay un recorte
(Levanta el cubilete únicamente por unos
segundos, para dejarlo caer inmediatamente sobre un contenido que en realidad
nadie ha tenido tiempo de comprobar. Un ligero desconcierto se pinta en el
rostro del desconocido. Hay algo que no logra entender: algún detalle ha
escapado a su atención. Ese final no estaba previsto. Parece intentar
reflexionar, volver mentalmente sobre sus pasos para descubrir el error
cometido. Pero el trilero no le da tregua. Apenas observa un destello de
lucidez en el rostro del mirlo, comienza de nuevo su hipnótico espectáculo.) ¿Dónde
están las subvenciones a la educación y la cultura? Y sigue la bolita, sigue la
bolita… (El hombre, esta vez, titubea.
Extiende una mano ligeramente temblorosa y señala lentamente el cubilete
central. Se apresura a anunciar el trilero, incluso antes de levantar muy
fugazmente el cubilete.) ¡Qué peeena! … (Con
desvergonzada sonrisa.) Falló de nuevo. (Sin
abandonar la sonrisa, pero en tono de abierta amenaza.) Tercer y último
intento. (El hombre, visiblemente
nervioso, suda copiosamente y se retuerce las manos. Sabe lo que se juega. Saca
un pañuelo del pantalón y se seca la frente. Mira de un cubilete a otro
desesperado. Y se retuerce de nuevo las manos. Se lleva los dedos a la sien
confuso, como intentando aferrar sus pensamientos. Pero el trilero no le
concede tiempo para reflexionar; en eso consiste su talento. Ahí reside, precisamente,
el secreto de su éxito.) Vamos, vamos. Que esta vez es la buena. ¿Dónde
están las prestaciones sanitarias públicas?
(El hombre, obviamente, yerra.) Perdió de nuevo. Mala suerte, amigo, habrá
de esperar a la próxima.
El hombre común, con las mandíbulas desencajadas por el estupor
y el desconsuelo, eleva tímidamente un dedo como pidiendo un turno de palabra
que el guión no contempla. Y así se queda: con el índice ridículamente
levantado, señalando a un cielo que se diría ausente.
(De repente el trilero decide ignorar al perdedor, que ya no
tiene nada más que ofrecer, como si éste ya no existiese; como si hubiese
desaparecido por arte de magia. “Si te he visto, no me acuerdo”. Con la voz
odiosa de quien desea manifestar sin pudor su tedio. Más o menos con la misma
voz con la que ciertas enfermeras llaman a los pacientes a la consulta del
médico.)
Siguiente. (De nuevo, súbitamente
obsequioso, Mr. Hyde da paso al Dr. Jekyll ante la promesa de un nuevo cliente.
Se dirige sonriendo a una futura presa sin rostro, alguien que el público aún
no puede ver sobre el escenario, pero que se imagina dolorosamente familiar. Y
sigue vendiendo con entusiasmo su humo.) Puede usted probar suerte por el
módico precio de… un voto, caballero. (Y,
así, el espectáculo comienza de nuevo.) Un papelito: tres intentos… ¿Dónde
está la justicia gratuita? ¿Dónde se esconden los subsidios de desempleo?
¿Dónde, la subida de pensiones? Vamos, vamos, que el que lo encuentre, se lo
queda. (Su sonrisa se desparrama como
miel sobre tostada que observa golosa la mosca) Pruebe suerte, señor, que
hoy puede ser su día. Nos lo quitan de las manos. Lo estamos dando. Lo estamos
regalando.
De fondo, a lo lejos y con un volumen muy discreto, casi
tímido, con aire cansado pero no vencido, comienzan a sonar las estrofas
finales de Hey you, de Pink Floyd.
Interpretado preferentemente por David Gilmour, más que por Roger Waters (a
pesar de su autoría). Hasta llegar al desenlace: “Together we stand. Divided we fall. We fall… we fall… we fall”.