Casa Mudéjar, Cáceres (Monumento Histórico-Artístico) |
Ahora, tras un tiempo prudencial para la reflexión, porque nunca conviene manifestarse con las vísceras aún humeantes y revueltas sino atemperadas por el uso de la razón, puedo decir.
Puedo decir que estos días he escuchado palabras alarmantes. Verbos como exterminar, erradicar y otros semejantes en labios de comunes ciudadanos.
Puedo decir que se me han ofrecido, repetidos hasta la saciedad por quienes dirigen nuestros destinos ‒es para tener mucho miedo‒, conceptos a duras penas inteligibles cuando no manifiestamente improbables. Tales como el repetidamente enarbolado de “cultura occidental”, por ejemplo. Cultura occidental… Sin duda existen las culturas occidentales, pero la cultura occidental… No, decididamente no me suena.
Y escuchar, además, esa entelequia de labios de quienes mantienen un IVA cultural desmedido, reducen las exiguas becas de los estudiantes, desmantelan la enseñanza de las Humanidades ‒y ya de paso, el resto‒, asfixian a nuestros jóvenes científicos… Digamos que me resulta, cuanto menos, difícil de digerir. Que se erijan en paladines de esa presunta cultura occidental quienes, por poner sólo un ejemplo, confunden a Saramago con una famosa pintora, se me antoja, por ser generosa, esperpéntico. Cuando no bochornoso.
Y qué es esa presunta cultura occidental si no una afortunada heredera del patrimonio clásico que los musulmanes conservaron e incrementaron para Europa cuando ésta pasaba por sus años más oscuros. Y también de tanta razón y humanidad que los propios musulmanes, civilización floreciente y tolerante por aquel entonces, tuvieron a bien legarnos. Figuras tan brillantes como Averroes, Ibn Hazm, Maimónides y tantos otros eran, aunque algunos parezcan no recordarlo ni estén mínimamente a la altura de su legado, tan musulmanes como españoles.
He asistido repetidamente estos días al uso de un lenguaje polarizado y agresivo, incluso desafiante y provocador. Cuántas veces en las últimas horas no habré escuchado oponer el “nosotros” al “ellos”. Quiénes son ellos, me pregunto. Mientras tengo claro que, visto quien hace uso del término y cómo, ese “nosotros” que se esgrime ‒por otro lado, como tantas otras veces, sin mi consentimiento‒ no existe en absoluto. Ante determinadas manifestaciones sólo puedo repetir lo que decía Groucho Marx: “que paren el mundo, que yo me bajo”.
Ahora, personas sin ninguna autoridad moral e incluso de dudosa integridad deciden que “estamos en guerra”. Ahora descubren que estamos en guerra… Ahora, justamente ahora: cuando la violencia que nosotros mismos alimentamos con nuestras intervenciones en suelo ajeno finalmente llama a la puerta. Hombre, ya es casualidad. Igual que descubrimos a los refugiados y concluimos que requieren una respuesta justo en el exacto momento en que se presentan en casa como visitas molestas. Entre tanto, lejos, bien lejos, podían agonizar y morir en el anonimato. En silencio y sin molestar, sin turbar las conciencias. Que es la hora de la cena y las escenas desagradables en el telediario molestan. Pues bien, la violencia genera sólo violencia. Es justamente haciendo uso de ella, por acción u omisión, como hemos llegado hasta aquí.
No dudo que el pueblo francés, que tantas veces antes ha sabido mantener la dignidad y convertirse en defensor resistente de los derechos y las libertades en situaciones extremas, sabrá estar a la altura de las circunstancias. La pregunta es si sabrán estarlo también sus representantes políticos ‒y ya de paso, los nuestros‒. Y por el momento la situación no parece precisamente alentadora. Porque está claro que el poder crea dependencia. Y con tal de asegurarse su permanencia en él, uno hace y dice cualquier cosa.
Lo que nos jugamos, en contra de lo que algunos personajillos ‒Curioso el uso de las alzas por parte de tantos “grandes” hombres de la Historia de toda nacionalidad. Se ve que los complejos no conocen fronteras‒ sostienen, no es nuestra propia seguridad, sino pilares fundamentales de la naturaleza humana. Porque reproducir patrones violentos únicamente deshumaniza y degrada. Y no caben alegaciones ni excepciones a esa regla básica.
S. G. I. Madrid, 19 de noviembre de 2015 Puedo decir que estos días he escuchado palabras alarmantes. Verbos como exterminar, erradicar y otros semejantes en labios de comunes ciudadanos.
Puedo decir que se me han ofrecido, repetidos hasta la saciedad por quienes dirigen nuestros destinos ‒es para tener mucho miedo‒, conceptos a duras penas inteligibles cuando no manifiestamente improbables. Tales como el repetidamente enarbolado de “cultura occidental”, por ejemplo. Cultura occidental… Sin duda existen las culturas occidentales, pero la cultura occidental… No, decididamente no me suena.
Y escuchar, además, esa entelequia de labios de quienes mantienen un IVA cultural desmedido, reducen las exiguas becas de los estudiantes, desmantelan la enseñanza de las Humanidades ‒y ya de paso, el resto‒, asfixian a nuestros jóvenes científicos… Digamos que me resulta, cuanto menos, difícil de digerir. Que se erijan en paladines de esa presunta cultura occidental quienes, por poner sólo un ejemplo, confunden a Saramago con una famosa pintora, se me antoja, por ser generosa, esperpéntico. Cuando no bochornoso.
Y qué es esa presunta cultura occidental si no una afortunada heredera del patrimonio clásico que los musulmanes conservaron e incrementaron para Europa cuando ésta pasaba por sus años más oscuros. Y también de tanta razón y humanidad que los propios musulmanes, civilización floreciente y tolerante por aquel entonces, tuvieron a bien legarnos. Figuras tan brillantes como Averroes, Ibn Hazm, Maimónides y tantos otros eran, aunque algunos parezcan no recordarlo ni estén mínimamente a la altura de su legado, tan musulmanes como españoles.
He asistido repetidamente estos días al uso de un lenguaje polarizado y agresivo, incluso desafiante y provocador. Cuántas veces en las últimas horas no habré escuchado oponer el “nosotros” al “ellos”. Quiénes son ellos, me pregunto. Mientras tengo claro que, visto quien hace uso del término y cómo, ese “nosotros” que se esgrime ‒por otro lado, como tantas otras veces, sin mi consentimiento‒ no existe en absoluto. Ante determinadas manifestaciones sólo puedo repetir lo que decía Groucho Marx: “que paren el mundo, que yo me bajo”.
Ahora, personas sin ninguna autoridad moral e incluso de dudosa integridad deciden que “estamos en guerra”. Ahora descubren que estamos en guerra… Ahora, justamente ahora: cuando la violencia que nosotros mismos alimentamos con nuestras intervenciones en suelo ajeno finalmente llama a la puerta. Hombre, ya es casualidad. Igual que descubrimos a los refugiados y concluimos que requieren una respuesta justo en el exacto momento en que se presentan en casa como visitas molestas. Entre tanto, lejos, bien lejos, podían agonizar y morir en el anonimato. En silencio y sin molestar, sin turbar las conciencias. Que es la hora de la cena y las escenas desagradables en el telediario molestan. Pues bien, la violencia genera sólo violencia. Es justamente haciendo uso de ella, por acción u omisión, como hemos llegado hasta aquí.
No dudo que el pueblo francés, que tantas veces antes ha sabido mantener la dignidad y convertirse en defensor resistente de los derechos y las libertades en situaciones extremas, sabrá estar a la altura de las circunstancias. La pregunta es si sabrán estarlo también sus representantes políticos ‒y ya de paso, los nuestros‒. Y por el momento la situación no parece precisamente alentadora. Porque está claro que el poder crea dependencia. Y con tal de asegurarse su permanencia en él, uno hace y dice cualquier cosa.
Lo que nos jugamos, en contra de lo que algunos personajillos ‒Curioso el uso de las alzas por parte de tantos “grandes” hombres de la Historia de toda nacionalidad. Se ve que los complejos no conocen fronteras‒ sostienen, no es nuestra propia seguridad, sino pilares fundamentales de la naturaleza humana. Porque reproducir patrones violentos únicamente deshumaniza y degrada. Y no caben alegaciones ni excepciones a esa regla básica.
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