Que un político —sí, político, a
secas; si barajo la posibilidad de atribuirle el apelativo de líder a cualquiera
que ocupe un cargo público desde hace mucho tiempo, me viene la risa floja, se
me saltan las lágrimas o corro el riesgo de implosionar del puro cabreo
mientras pienso lo que este país debió haber sido y no fue— se permita
denominar “aquelarre” a un encuentro de contrincantes femeninas, de mujeres en
general, sólo puede demostrar lo mal que andamos en materia de género. Que lo
haga un político de un partido en cuyas filas militan individuos de ambos sexos
que han negado reiteradamente la existencia de una violencia machista, sólo puede
provocar sonrojo.
Y se hace públicamente —nutrimos la
sospecha, creyéndose, en lugar de un patán, incluso graciosete— porque es tal
la ignorancia en materia de género —como de tantas otras cosas— que ni se
entiende la gravedad del acto. Lo que el hecho revela.
A nadie se le ocurriría dirigir tal afrenta
gratuita contra un rival masculino. Como mucho, en tiempos se tendía la sombra
del temido contubernio judeo-masónico-marxista —chimpón— sobre los desafectos,
pero no se los acusaba de practicar magia negra[1]. Han superado a los
maestros. Dejando al descubierto, además, cuán poca cultura democrática se
atesora y cómo ese rencor a largo macerado, ese odio visceral e insalvable entre
las dos Españas que de forma sobrecogedora plasmase La trinchera infinita,
sigue todavía irracionalmente vivo entre los abanderados de la “reconciliación”,
como ellos prefieren llamar a la desmemoria: el oponente sólo puede ser objeto
de vilipendio y aniquilación; al enemigo, ni agua.
No pensaba reaccionar de ningún modo porque
no suelo prestar oído a las sandeces y, por lo tanto, procuro no escuchar
declaraciones de según qué fuentes: si por casualidad me alcanzan, por uno me
entran y por otro me salen; orificio limpio de arma blanca, no hay peligro de
que las esquirlas de la escoria generen infección alguna. Además, si una perdiese
el tiempo con cada ocurrencia de los estultos, habida cuenta de su número y de
lo prolíficos que son, jamás quedaría un segundo para las cosas serias.
No obstante, después me he dicho que
era mi obligación cívica manifestarme al respecto, porque, lejos de constituir
una necedad más en un amplio y variado repertorio, el incidente ilustra a la
perfección esa realidad que, con infundada autocomplacencia, independientemente
de nuestro color político —pues el machismo anida a izquierda y a derecha— o
nuestro género —más aberrantes, si cabe, me resultan ciertas afirmaciones en
boca de mujeres que de hombres, pero ahí siguen—, nos negamos a reconocer.
Muchos dirán que el muchacho no tiene
la culpa, que es quien le escribe los discursos el verdadero responsable y, dada
su capacidad dialéctica, la formación que ha demostrado hasta el momento y su
nivel intelectual, naturalmente, me lo creo. No obstante, uno esperaría de un
cargo público que, amén de saber leer en voz alta, fuese capaz de entender lo
que recita como un papagayo —al menos un mínimo de comprensión lectora— y el
término espíritu crítico no le resultase del todo ajeno.
Otros dirán que no debemos magnificar
lo que podría calificarse de mero micromachismo. Políticamente incorrecto, sí,
pero sin grandes consecuencias. Y ahí, de nuevo, disiento. Y es que ese término
recientemente acuñado no me ofrece ninguna confianza; se me antoja un modo de
restar importancia a lo que en realidad la tiene toda. Cuanto amontonamos en
desorden bajo el epígrafe “micromachismo” no deja de ser la más palpable evidencia
de lo que se oculta bajo la superficie. Denominamos micromachismos a aquellas
manifestaciones del machismo que, por comparación, nos parecen menos graves. Hacer
constante uso de chistes misóginos y degradantes, por ejemplo, me parece menos
grave que acuchillar a la propia esposa, a priori más radical y definitivo. Así
que considerémonos afortunados y satisfechos, a medio camino de la utopía, si
el humor más casposo sigue generando un venenoso sustrato para futuras
generaciones. Porque normalizar los micros, a la larga genera macros. Al
aumento de la violencia de género entre los más jóvenes me remito.
¿Que qué correspondería hacer ahora?
¿Pedir perdón? Personalmente no lo creo. Todos sabemos que el político en
cuestión no lo ha dicho por error. Donde se ha equivocado es al calcular las
consecuencias. Porque cree el ladrón que todos son de su condición. Lo ha dicho,
sencillamente, porque son esos estereotipos sobre la mujer los que ha mamado y,
por tanto, los cree ciertos. Y un poco, también, porque está seguro de que haciéndolo
saber a su público, una buena parte del cual ha mamado lo mismo que él,
obtendrá beneficio electoral. Así tranquilizará a las hordas: pueden estar
seguros de que él sabrá colocar de nuevo a la mujer en el lugar que le
corresponde cuando llegue al gobierno… Si llega al gobierno. Porque, no
olvidemos, en sus propias filas milita otra bruja —cada uno se gana sus títulos
por méritos propios, no por su sexo. Entended esto como sarcasmo o no, a gusto
del consumidor— de potente sortilegio a cuyo vudú aún no está claro que el
prometedor estadista consiga sobrevivir.
Y, no os quepa duda, continuará…
Era más feliz cuando los culebrones
venezolanos —ahora turcos, a lo que parece— sólo los daba la tele y yo podía apagarla.
Vivir inmersa en uno del cual no puedes apearte tiene mucha menos gracia.
[1] Aunque, ciertamente, no faltó quien sostenía, bendita fantasía, que los rojos tenían rabo y comían niños.
Orfeo y las Bacantes, Gregorio Lazzarini
Song of the Witch Kingdom, Victoria Carbol
Witch’s promise, Jethro Tull
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