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DOS PINCELADAS SOBRE HERVÁS


(S. G. I., Madrid, 13 de octubre de 2011)

EL CAMINO, EL DE DENTRO Y EL DE FUERA, NO TIENE FIN: LO CONSTRUYEN LOS PROPIOS PIES.


Es éste un viaje a paisajes naturales, pero también a mis paisajes interiores: imposible delimitar lo que queda a cada lado de la ventana que es mi cámara. Es éste un viaje iniciático al interior de vosotros mismos que pasa por mirar, también, al exterior.

Abrimos una puerta a los caminos que recorren las montañas de Hervás. También, y muy especialmente, a los caminos que os recorren y que quizá nunca hayáis osado hollar. Nos esperan muchos lugares nuevos. Y cada unos de vosotros descubrirá, por su cuenta, otros paisajes interiores no menos hermosos, una tierra virgen: vuestro pequeño reino privado.

MALAFEMMENA

Museo Sorolla, Salome Guadalupe Ingelmo


Que un político —sí, político, a secas; si barajo la posibilidad de atribuirle el apelativo de líder a cualquiera que ocupe un cargo público desde hace mucho tiempo, me viene la risa floja, se me saltan las lágrimas o corro el riesgo de implosionar del puro cabreo mientras pienso lo que este país debió haber sido y no fue— se permita denominar “aquelarre” a un encuentro de contrincantes femeninas, de mujeres en general, sólo puede demostrar lo mal que andamos en materia de género. Que lo haga un político de un partido en cuyas filas militan individuos de ambos sexos que han negado reiteradamente la existencia de una violencia machista, sólo puede provocar sonrojo.

Y se hace públicamente —nutrimos la sospecha, creyéndose, en lugar de un patán, incluso graciosete— porque es tal la ignorancia en materia de género —como de tantas otras cosas— que ni se entiende la gravedad del acto. Lo que el hecho revela.

A nadie se le ocurriría dirigir tal afrenta gratuita contra un rival masculino. Como mucho, en tiempos se tendía la sombra del temido contubernio judeo-masónico-marxista —chimpón— sobre los desafectos, pero no se los acusaba de practicar magia negra[1]. Han superado a los maestros. Dejando al descubierto, además, cuán poca cultura democrática se atesora y cómo ese rencor a largo macerado, ese odio visceral e insalvable entre las dos Españas que de forma sobrecogedora plasmase La trinchera infinita, sigue todavía irracionalmente vivo entre los abanderados de la “reconciliación”, como ellos prefieren llamar a la desmemoria: el oponente sólo puede ser objeto de vilipendio y aniquilación; al enemigo, ni agua.

No pensaba reaccionar de ningún modo porque no suelo prestar oído a las sandeces y, por lo tanto, procuro no escuchar declaraciones de según qué fuentes: si por casualidad me alcanzan, por uno me entran y por otro me salen; orificio limpio de arma blanca, no hay peligro de que las esquirlas de la escoria generen infección alguna. Además, si una perdiese el tiempo con cada ocurrencia de los estultos, habida cuenta de su número y de lo prolíficos que son, jamás quedaría un segundo para las cosas serias.

No obstante, después me he dicho que era mi obligación cívica manifestarme al respecto, porque, lejos de constituir una necedad más en un amplio y variado repertorio, el incidente ilustra a la perfección esa realidad que, con infundada autocomplacencia, independientemente de nuestro color político —pues el machismo anida a izquierda y a derecha— o nuestro género —más aberrantes, si cabe, me resultan ciertas afirmaciones en boca de mujeres que de hombres, pero ahí siguen—, nos negamos a reconocer.

Muchos dirán que el muchacho no tiene la culpa, que es quien le escribe los discursos el verdadero responsable y, dada su capacidad dialéctica, la formación que ha demostrado hasta el momento y su nivel intelectual, naturalmente, me lo creo. No obstante, uno esperaría de un cargo público que, amén de saber leer en voz alta, fuese capaz de entender lo que recita como un papagayo —al menos un mínimo de comprensión lectora— y el término espíritu crítico no le resultase del todo ajeno.

Otros dirán que no debemos magnificar lo que podría calificarse de mero micromachismo. Políticamente incorrecto, sí, pero sin grandes consecuencias. Y ahí, de nuevo, disiento. Y es que ese término recientemente acuñado no me ofrece ninguna confianza; se me antoja un modo de restar importancia a lo que en realidad la tiene toda. Cuanto amontonamos en desorden bajo el epígrafe “micromachismo” no deja de ser la más palpable evidencia de lo que se oculta bajo la superficie. Denominamos micromachismos a aquellas manifestaciones del machismo que, por comparación, nos parecen menos graves. Hacer constante uso de chistes misóginos y degradantes, por ejemplo, me parece menos grave que acuchillar a la propia esposa, a priori más radical y definitivo. Así que considerémonos afortunados y satisfechos, a medio camino de la utopía, si el humor más casposo sigue generando un venenoso sustrato para futuras generaciones. Porque normalizar los micros, a la larga genera macros. Al aumento de la violencia de género entre los más jóvenes me remito.

¿Que qué correspondería hacer ahora? ¿Pedir perdón? Personalmente no lo creo. Todos sabemos que el político en cuestión no lo ha dicho por error. Donde se ha equivocado es al calcular las consecuencias. Porque cree el ladrón que todos son de su condición. Lo ha dicho, sencillamente, porque son esos estereotipos sobre la mujer los que ha mamado y, por tanto, los cree ciertos. Y un poco, también, porque está seguro de que haciéndolo saber a su público, una buena parte del cual ha mamado lo mismo que él, obtendrá beneficio electoral. Así tranquilizará a las hordas: pueden estar seguros de que él sabrá colocar de nuevo a la mujer en el lugar que le corresponde cuando llegue al gobierno… Si llega al gobierno. Porque, no olvidemos, en sus propias filas milita otra bruja —cada uno se gana sus títulos por méritos propios, no por su sexo. Entended esto como sarcasmo o no, a gusto del consumidor— de potente sortilegio a cuyo vudú aún no está claro que el prometedor estadista consiga sobrevivir.

Y, no os quepa duda, continuará…

Era más feliz cuando los culebrones venezolanos —ahora turcos, a lo que parece— sólo los daba la tele y yo podía apagarla. Vivir inmersa en uno del cual no puedes apearte tiene mucha menos gracia.



[1] Aunque, ciertamente, no faltó quien sostenía, bendita fantasía, que los rojos tenían rabo y comían niños.

 

Orfeo y las Bacantes, Gregorio Lazzarini
Orfeo y las Bacantes, Gregorio Lazzarini


Song of the Witch Kingdom, Victoria Carbol

 

Witch’s promise, Jethro Tull

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