Ugolino y sus hijos, Jean-Baptiste Carpeaux |
Recuerdo que
cuando de niña cursaba aquello que entonces se denominaba (sí, soy muy mayor)
EGB, cada dos por tres, cuando había examen, misteriosamente se producía una
anónima llamada que aseguraba haber puesto una bomba. Y entonces eran tiempos en los que todos,
de una u otra forma, vivíamos amenazados. No se trataba de andarse con
tonterías: los experimentos, mejor con gaseosa. Y allá que íbamos, en fila
ordenada agarraditos de la mano, pero sin perder un segundo, fuera del colegio.
¡Yupi! Hoy toca fiesta. Y a hacer puñetas el examen. Otra vez.
Bueno, pues
sospecho que hay quien no ha pasado de la infancia (o más bien, de la
puerilidad). Y se cree que soltando una bomba, en este caso fétida, logrará
desviar toda la atención.
Para mí que,
como en mi colegio después de un cierto número de llamadas, ya no cuela. Pero
ciertamente huele. A ver si alguien echa un vistazo antes de que nos
asfixiemos. Como diría Gila haciendo luz de gas, “alguien ha matado a alguien
(empezando por la confianza, la inocencia y tantas otras cosas bellas que ahora
parecen sólo posibles en las pelis de
Walt Disney. Qué tiempos aquellos)… A alguien se le están pudriendo los
cadáveres en el armario....” Y yo no quiero mirar a nadie. Porque está muy feo,
y es muy fácil, señalar con el dedo.
El conde Ugolino por Gustave Doré |
Para escuchar a La Lupe
interpretando Puro teatro