Nos despertamos, en vísperas
del aniversario del fallecimiento de Fernando Fernán Gómez, con la noticia de
que el Teatro Fernán Gómez de la plaza de Colón, en Madrid, ha pasado a
llamarse Centro Cultural de la Villa. Casi tan miserable como negarle a una víctima inocente de la avaricia empresarial y la dejadez o connivencia política
el nombre
de una calle, por poner un ejemplo.
Superado el primer impacto
propinado por la elegancia y sensibilidad de la medida, uno se dice que en
realidad no ha de asombrarse: quizá nada distinto se deba esperar de quienes
pretenden mantener al ciudadano secuestrado en su casa, víctima de un silencio
artificial e impuesto a golpe de multa, tribunal y porra. Demasiado libre e íntegro, Fernán Gómez, demasiado sincero, para convertirse en santo de según
qué devociones. No importa que fuese un creador polifacético, un verdadero
hombre de cultura; uno de esos que jamás confundirían al escritor Saramago con
la pintora Sara Mago, por ejemplo. No importa porque cada uno busca a sus
afines, y en ese espejo se mira y reconoce. Y entonces uno se dice que,
seguramente, el teatro de Colón pasará a llevar un nombre más acorde con las
circunstancias; que estará dedicado a otro intelectual más merecedor del honor,
más a la medida de quienes mandan. Quizá... Alfred Rosenberg, se me ocurre.
Ah, no, perdón, craso error:
éste no habría impuesto multas de seiscientos mil euros por entorpecer la misa.
Tanto trabajo, Jesús, tanta fatiga para distinguir las dos caras de la moneda;
tanto manifestarse, públicamente expuesto a las iras del tirano ‒propio y
extranjero‒; tanto sacrificio... para acabar así, para llegar a
"esto".
La decisión se puso en
práctica este miércoles. Sin embargo el todo poderoso político de turno, con su
imagen herida de muerte y recién salida de su enésima ‒es un decir: en Madrid
ya hemos perdido la cuenta‒ torpeza, visto lo impopular de la medida, intenta
sacar partido de la desafortunada coyuntura ordenando la restitución del nombre
de Fernán Gómez a su lugar el jueves, de emergencia. Ahora el edificio, en un
nuevo refrito, pasará a llamarse Fernán Gómez Centro Cultural de la Villa.
La Damnatio memoriae
era una práctica muy difundida en la Antigüedad: Egipto, Mesopotamia, Grecia,
Roma... El hombre ha manifestado su salvajismo más o menos por igual en todas
las partes del mundo. Entonces ‒y no sólo: ejemplos contemporáneos los
encontramos bajo el estalinismo y otros regímenes de diverso
signo‒ era costumbre suprimir de todos los monumentos e inscripciones el nombre
del enemigo caído ‒la abolitio nominis romana‒, o incluso del gobernador
precedente. Borrando su nombre, se pretendía borrar también su memoria.
Aniquilar definitivamente al oponente: condenarlo al ostracismo eterno.
Pues bien, los mezquinos y
mediocres no pueden deshacerse tan fácilmente de la imagen que tanto les
incomoda: la profesionalidad, la integridad, la dedicación, la vocación de
servicio, el saber hacer y el amor al trabajo y al prójimo; el respeto por el
hombre y sus cosas, en definitiva, no se olvida fácilmente. Porque hay
comportamientos que se convierten, por derecho propio, en ejemplo de vida. Y
otros que, por execrables, sólo sirven para demostrarnos que, por oposición,
vamos por el buen camino.
Una pena que haya carnes con
tan poca alma.
Lo que hay
Hay el alma
y hay la carne
(¿hay el alma y hay la carne?)
¡Qué pena, amor, esto sólo!
(¡Qué pena, amor, esto solo!)
¡Tanta carne
ensuciando mi alma!
(O tanta alma
ensuciando nuestra carne.)
Dudoso porvenir,
segura belleza,
tengo, amor mío,
para subir al cielo al contemplarte,
dos ojos en la cabeza.
Fernando Fernán Gómez, antología El canto es vueloy hay la carne
(¿hay el alma y hay la carne?)
¡Qué pena, amor, esto sólo!
(¡Qué pena, amor, esto solo!)
¡Tanta carne
ensuciando mi alma!
(O tanta alma
ensuciando nuestra carne.)
Dudoso porvenir,
segura belleza,
tengo, amor mío,
para subir al cielo al contemplarte,
dos ojos en la cabeza.
El ángel del hogar, Max Ernst |
Para escuchar a Sting interpretando The shape of my heart