¿Comienza la carrera por el control de un mapa estratégico de influencia en el escenario pospandémico?
Ahora Donald Trump, que al tiempo sigue defendiendo tercamente la necesidad de mantener la producción —se entiende en aquellos sectores privados no estrictamente necesarios— para que la economía no se vea seriamente damnificada y el espejismo del sueño americano no se resquebraje, anuncia el envío de ayuda a Europa. Ahora que él mismo recibe apoyo sanitario de Rusia y China —presunta madre del “virus chino”, como adora llamarlo—. Ahora que su país, abanderado de la sanidad privada, ostenta ya la mayor cifra de contagiados.
Me pregunto qué será de todos esos norteamericanos que no han podido costearse un seguro privado. Y, aunque no creo en Dios como normalmente se entiende —ya sabéis los que me conocéis desde antiguo, soy “creyente a mi manera”—, rezo por ellos. Hace un par de día, de hecho, leía el caso de una señora que tras ser dada de alta, ha recibido una factura de más de 35.000 dólares por las curas médicas a cuenta del COVID19 —un “bicho” mucho más resistente de lo que vaticinaba el presidente más dicharachero del barrio (me refiero a Barrio Sésamo, para los que tenéis menos edad), mente preclara de nuestra época: en contra de sus pronósticos, no se ha muerto al llegar el mejor tiempo—. Una factura que, dicho sea de paso, la buena mujer no puede ni lejanamente pagar. Imagino que, antes de tramitar su ingreso, los hospitales empezarán a informarse convenientemente sobre los posibles de infectados que no cuenten con seguro médico.
Este es el mundo que hemos creado. Y todos, por acción u omisión, hemos contribuido a ello. No es distopía, sino sobrecogedor presente.
Somos testigos, con menor estupor —porque la policía ya no es tonta; hemos visto demasiado y la inocencia, lamentablemente, no dura para siempre— que indignación, del espectáculo que ofrece una Europa ciega, sorda y muda, que repudia y vuelve la espalda a los países más afectados por la epidemia, como Italia y España. Hemos comprobado cómo en el país hermano, cuna del Renacimiento, algunos centros públicos descuelgan la bandera de la UE para colocar en su lugar la de China, que desde el primer momento se ha mostrado solidaria y ha intentado paliar la catástrofe enviando material sanitario y personal médico experimentado.
Asistimos, sin duda, al finar de una era. El día después resultará imposible fingir que nada ha pasado. Ahí quedarán los numerosos féretros que aún esperan su turno en el Palacio de Hielo para recordárnoslo. Ya no es una película de epidemias; ya no es una ficción. El azote, en todas sus vertientes, es aterradoramente real.
El escenario podría revelarse muy similar al que dejó el final de la Segunda Guerra Mundial. Asqueada por la depravación e inhumanidad de los regímenes fascistas, Europa protagonizó un giro a la izquierda. Entonces el Partido Comunista Italiano, el PCI, era el más potente al este de Europa. Ante el temor a que la “lacra” del comunismo se extendiese como un cáncer por el viejo continente, Estados Unidos decidió sostener y financiar la naciente oposición, la Democracia Cristiana —sobre estas actividades intervencionistas también abunda mi libro Pasolini: pasión y muerte. Crónica de un asesinato anunciado , especialmente en las páginas 81 y 125—, e intentó después orientar y determinar el destino político del país urdiendo y fomentando, a través de sus servicios secretos, la estrategia del terror y la desinformación que reinó durante los denominados “años de plomo”. Esa de la que fueron víctimas tantos ciudadanos anónimos y menos desconocidos, como Pier Paolo Pasolini.
Él supo ver antes que nadie, mucho antes de que las pruebas fuesen evidentes, la conexión entre el poder y el terrorismo. A pesar de las consecuencias, denunció la corrupción reinante. Y por eso fue, como sostengo en mi reciente ensayo, asesinado.
Ahora, más que nunca, se hace evidente que las advertencias del polifacético intelectual sobre el brutal crecimiento del consumismo, sobre la manipulación de los medios de masas y sobre la pérdida de identidad del individuo a esos factores vinculada, como he manifestado en una reciente entrevista, han permanecido ignoradas o subestimadas durante las últimas décadas.
Ahora que nos mantenemos confinados, a solas con nosotros mismos, muchas personas se preguntan si tienen tanto sentido nuestras existencias. ¿Si yo hubiese de morir mañana, me marcharía en paz? ¿En qué consistió mi vida? ¿Habría servido para algo mi paso por este mundo? ¿Viví a fondo la existencia de un ser humano? ¿Cuáles fueron mis objetivos?
Puede que hayamos llegado a final de línea. Puede que el virus haya dado la última estocada a un sistema, no me cabe duda, desde hace tiempo acabado y agonizante. El capitalismo salvaje, por su propia esencia, nació, como organismo que se alimenta de sí mismo, de sus miembros más débiles y prescindibles, con fecha de caducidad genéticamente impresa. De sobra lo sabía, pero no tenía reparos en seguir exigiendo el tributo de víctimas inocentes a cambio del beneficio. Lo hace todavía ahora sin pudor, cuando se resiste a que, en una situación sanitaria excepcional, los trabajadores no esenciales, por la seguridad del conjunto, se queden confinados en sus casas. Hace tiempo que no le importa actuar sin careta. Se ha vuelto extremadamente descarado; ya ni siquiera se preocupa de guardar las apariencias.
Nosotros, con nuestro silencio, con nuestra indulgencia, con nuestra sumisión, se lo hemos consentido. Le hemos hecho creer que no existían límites. Hemos aceptado, indignamente, la marginación, la miseria, el dolor y la muerte a nuestro alrededor. Al fin y al cabo, eran la marginación, la miseria, el dolor y la muerte de unos pocos: casos aislados y circunstanciales de algunos caídos en desgracia. Así nos consolábamos cínicamente. Sobre todo, si esos pocos estaban lejos, en el tercer mundo, donde solo podían incomodarnos ocasionalmente a través de las pantallas de televisión a la hora del telediario.
Ahora los sistemas sanitarios colapsados son los de nuestras ciudades, las escenas dantescas no provienen de territorios en guerra endémica y quienes se arriesgan a quedar desatendidos y no regresar a sus hogares —o a quedarse sin hogares a consecuencia de las previsibles secuelas económicas de la catástrofe, que seguramente no asumirá el capital— son familiares o conocidos.
Despidos, en el mejor de los casos, bajadas de sueldo, mayor precariedad —aún— en el trabajo... Porque el sistema seguirá, como está demostrando ya, intentando extraer el máximo beneficio hasta su último segundo de vida: exprimir hasta la última gota.
Y todavía tenemos la desfachatez de hablar de parásitos o virus. Como reprochaba Ripley a Burke, alabando la coherencia y lealtad del letal organismo en Alien 2: El regreso, ellos, por lo menos, no se vuelven contra los de su misma especie: “al menos entre ellos no se matan por un maldito porcentaje”.
La usura es un gran mal, Jacob Jordaens (1645) |
Pink Floyd, Money
Ya dan ganas de salir a las calles y al campo, pero debemos ser responsables y acatar esta cuarentena para evitar el mayor impacto posible.
ResponderEliminarSaludos para todos y ánimo que esto pronto terminará.
Ánimo!!!
El poder y el dinero, que siempre van juntos, siempre sale fortalecido en cualquier crisis.
ResponderEliminarSaludos.