Hoy, en previsión de las rutas que os propondré en los próximos días —rutas recias que discurrirán por las montañas de Gargantilla y que probablemente tendréis que realizar sin llevar un plano en el bolsillo—, vamos a abordar un argumento que considero fundamental: usar con corrección el lenguaje puede ayudarnos a mantener la calma y la estabilidad emocional cuando nos desorientamos. Demasiadas veces oigo cómo se emplea el verbo “perderse” a la ligera. Y eso es totalmente contraproducente, uno de los peores errores que podéis cometer cuando os encontráis en dificultades.
Jamás debéis considerar que os habéis perdido hasta que la evidencia sea irrefutable.
Perder la senda que estamos recorriendo, o incluso llegar al punto de no saber dónde nos encontramos exactamente, no significa en absoluto que nos hayamos perdido. Perderse no consiste en no saber con total seguridad en qué dirección debemos caminar para alcanzar nuestro objetivo, sino en no ser capaces de desandar el camino andado, de regresar por donde llegamos al lugar en el que nos encontramos. Mientras que eso no suceda (y no pasará si habéis seguido mis consejos sobre la forma de tomar una bifurcación correctamente), no estaremos perdidos. Como mucho, podremos decir que andamos algo despistadillos.
La diferencia es muy importante, porque cuando el excursionista poco experimentado empieza a repetirse que se ha perdido, la calma le abandona y a menudo entra en un estado de pánico que le impide razonar con claridad. Es probable que su mente se bloquee, que no logre recordar los lugares por los que ha pasado ni consiga orientarse usando la lógica. Es entonces cuando se corre el riesgo de pasar de estar simplemente despistadillo a estar realmente perdido.
Debemos recordar en todo momento que, si resulta necesario, una persona puede llegar a orientarse incluso en una ruta que no ha afrontado antes y que no conoce en absoluto. Evidentemente, si pierdes el camino y te ves obligado a avanzar monte a través, sin contar ni siquiera con una senda estrecha o poco pisada, la marcha se hará más lenta y probablemente acabes arañándote las piernas, pero eso no significa que no consigas alcanzar tu objetivo. O, en el peor de los casos, que no logres regresar sin ayuda al punto de partida ileso, aunque un poco frustrado por no haber completado la ruta.
Por supuesto, lo óptimo sería no perder nunca el camino. Pero lo importante es que aprendamos a confiar en nuestra capacidad de subsanar este problema. Ésta es la mejor forma de mantener la cabeza fría. Recordad que el miedo y la desconfianza serán vuestros peores enemigos.
Esto nos lleva a abordar otro argumento importante: en la montaña jamás se debería dejar la mente en blanco. Ya sé que en las marchas muy largas, cuando estamos agotados, resulta tentador intentar evadirse del cansancio, y quizá incluso del dolor, apagando el interruptor del cerebro y encendiendo el piloto automático, caminando mecánicamente. No obstante, tenéis que aprender a evitarlo. La desatención implica riesgos, una distracción de segundos podría costaros caro incluso si no media ningún percance grave. Imaginemos, por ejemplo, que caminamos pensando en nuestras cosas y no tomamos el desvío que corresponde sino el sucesivo o el anterior, que podrían desembocar a muchos kilómetros de distancia del punto hacia el que nos dirigimos.
Una vez que uno se acostumbra, es perfectamente posible ir pensado todo el tiempo, analizando cada detalle del camino y grabándolo en la mente, planteándonos si la dirección que estamos tomando es la apropiada, y disfrutar de la travesía a un tiempo. Se trata de aprender a gozar de lo que estamos haciendo y relajarnos con ello pero manteniéndonos permanentemente alerta. Lo que no quiere decir en absoluto que debáis estar constantemente en tensión. Quizá os preguntéis cómo se consiguen conciliar ambas cosas. Pues muy sencillo: teniendo la total seguridad de que, en el momento en el que surja un imprevisto, sabremos resolverlo.
Para afrontar con naturalidad los imprevistos cuando llegan, para no vivirlos de forma traumática y encontrarnos en las mejores condiciones psicológicas para resolverlos, resulta muy útil aceptar que son el pan nuestro de cada día. Porque, en efecto, debemos ser conscientes de que cuando subimos a la montaña hay una infinidad de factores que escapan a nuestro control. Lo importante es prever todos aquellos que resulten previsibles y estar preparados para afrontar con entusiasmo y confianza los demás cuando se presenten. Que a buen seguro se presentarán antes o después.
Jamás debéis considerar que os habéis perdido hasta que la evidencia sea irrefutable.
Perder la senda que estamos recorriendo, o incluso llegar al punto de no saber dónde nos encontramos exactamente, no significa en absoluto que nos hayamos perdido. Perderse no consiste en no saber con total seguridad en qué dirección debemos caminar para alcanzar nuestro objetivo, sino en no ser capaces de desandar el camino andado, de regresar por donde llegamos al lugar en el que nos encontramos. Mientras que eso no suceda (y no pasará si habéis seguido mis consejos sobre la forma de tomar una bifurcación correctamente), no estaremos perdidos. Como mucho, podremos decir que andamos algo despistadillos.
La diferencia es muy importante, porque cuando el excursionista poco experimentado empieza a repetirse que se ha perdido, la calma le abandona y a menudo entra en un estado de pánico que le impide razonar con claridad. Es probable que su mente se bloquee, que no logre recordar los lugares por los que ha pasado ni consiga orientarse usando la lógica. Es entonces cuando se corre el riesgo de pasar de estar simplemente despistadillo a estar realmente perdido.
Debemos recordar en todo momento que, si resulta necesario, una persona puede llegar a orientarse incluso en una ruta que no ha afrontado antes y que no conoce en absoluto. Evidentemente, si pierdes el camino y te ves obligado a avanzar monte a través, sin contar ni siquiera con una senda estrecha o poco pisada, la marcha se hará más lenta y probablemente acabes arañándote las piernas, pero eso no significa que no consigas alcanzar tu objetivo. O, en el peor de los casos, que no logres regresar sin ayuda al punto de partida ileso, aunque un poco frustrado por no haber completado la ruta.
Por supuesto, lo óptimo sería no perder nunca el camino. Pero lo importante es que aprendamos a confiar en nuestra capacidad de subsanar este problema. Ésta es la mejor forma de mantener la cabeza fría. Recordad que el miedo y la desconfianza serán vuestros peores enemigos.
Esto nos lleva a abordar otro argumento importante: en la montaña jamás se debería dejar la mente en blanco. Ya sé que en las marchas muy largas, cuando estamos agotados, resulta tentador intentar evadirse del cansancio, y quizá incluso del dolor, apagando el interruptor del cerebro y encendiendo el piloto automático, caminando mecánicamente. No obstante, tenéis que aprender a evitarlo. La desatención implica riesgos, una distracción de segundos podría costaros caro incluso si no media ningún percance grave. Imaginemos, por ejemplo, que caminamos pensando en nuestras cosas y no tomamos el desvío que corresponde sino el sucesivo o el anterior, que podrían desembocar a muchos kilómetros de distancia del punto hacia el que nos dirigimos.
Una vez que uno se acostumbra, es perfectamente posible ir pensado todo el tiempo, analizando cada detalle del camino y grabándolo en la mente, planteándonos si la dirección que estamos tomando es la apropiada, y disfrutar de la travesía a un tiempo. Se trata de aprender a gozar de lo que estamos haciendo y relajarnos con ello pero manteniéndonos permanentemente alerta. Lo que no quiere decir en absoluto que debáis estar constantemente en tensión. Quizá os preguntéis cómo se consiguen conciliar ambas cosas. Pues muy sencillo: teniendo la total seguridad de que, en el momento en el que surja un imprevisto, sabremos resolverlo.
Para afrontar con naturalidad los imprevistos cuando llegan, para no vivirlos de forma traumática y encontrarnos en las mejores condiciones psicológicas para resolverlos, resulta muy útil aceptar que son el pan nuestro de cada día. Porque, en efecto, debemos ser conscientes de que cuando subimos a la montaña hay una infinidad de factores que escapan a nuestro control. Lo importante es prever todos aquellos que resulten previsibles y estar preparados para afrontar con entusiasmo y confianza los demás cuando se presenten. Que a buen seguro se presentarán antes o después.
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