Alcázar de Segovia |
[…] Al cabo de
tantos y tantos años de ilusiones estériles había empezado a vislumbrar que no
se vive, qué carajo, se sobrevive, se aprende demasiado tarde que hasta las
vidas más dilatadas y útiles no alcanzan para nada más que para aprender a
vivir, había conocido su incapacidad de amor en el enigma de la palma de sus
manos mudas y en las cifras invisibles de las barajas y había tratado de
compensar aquel destino infame con el culto abrasador del vicio solitario del
poder […], se había cebado en la falacia y el crimen, había medrado en la
impiedad y el oprobio y se había sobrepuesto a su avaricia febril y al miedo
congénito sólo por conservar hasta el fin de los tiempos su bolita de vidrio en
el puño sin saber que era un vicio sin término cuya saciedad generaba su propio
apetito hasta el fin de todos los tiempos mi general, había sabido desde sus
orígenes que lo engañaban para complacerlo, que le cobraban por adularlo, que
reclutaban por la fuerza de las armas a las muchedumbres concentradas a su paso
con gritos de júbilo y letreros venales de vida eterna al magnífico que es más
antiguo que su edad, pero aprendió a vivir con esas y con todas las miserias de
la gloria a medida que descubría en el transcurso de sus años incontables que
la mentira es más cómoda que la duda, más útil que el amor, más perdurable que
la verdad, había llegado sin asombro a la ficción de ignominia de mandar sin
poder, de ser exaltado sin gloria y de ser obedecido sin autoridad cuando se
convenció en el reguero de hojas amarillas de su otoño que nunca había de ser
el dueño de todo su poder, que estaba condenado a no conocer la vida sino por
el revés […], porque nosotros sabíamos quiénes éramos mientras él se quedó sin
saberlo para siempre con el dulce silbido de su potra de muerto viejo tronchado
de raíz por el trancazo de la muerte, volando entre el rumor oscuro de las
últimas hojas heladas de su otoño hacia la patria de tinieblas de la verdad del
olvido, agarrado de miedo a los trapos de hilachas podridas del balandrán de la
muerte y ajeno a los clamores de las muchedumbres frenéticas que se echaban a
las calles cantando los himnos de júbilo de la noticia jubilosa de su muerte y
ajeno para siempre jamás a las músicas de liberación y los cohetes de gozo y
las campanas de gloria que anunciaron al mundo la buena nueva de que el tiempo
incontable de la eternidad había por fin terminado.
Durante el fin
de semana los gallinazos se metieron por los balcones de la casa presidencial,
destrozaron a picotazos las mallas de alambre de las ventanas y removieron con
sus alas el tiempo estancado en el interior, y en la madrugada del lunes la
ciudad despertó de su letargo de siglos con una tibia y tierna brisa de muerto
grande y de podrida grandeza. Sólo entonces nos atrevimos a entrar sin embestir
los carcomidos muros de piedra fortificada, como querían los más resueltos, ni
desquiciar con yuntas de bueyes la entrada principal, como otros proponían,
pues bastó con que alguien los empujara para que cedieran en sus goznes los
portones blindados...
Gabriel García Márquez, El otoño
del patriarca
El calabozo
número tres era una cuadra con altas luces enrejadas, mal oliente de alcohol,
sudor y tabaco. Colgaban en calle, a uno y otro lateral, las hamacas de los
presos, reos políticos en su mayor cuento, sin que faltasen en aquel rancho el
ladrón encanecido, ni el idiota sanguinario, ni el rufo valiente, ni el
hipócrita desalmado. Por hacerles a los políticos más atribulada la cárcel, les
befaba con estas compañías. […]
Medida la
mañana, habían iniciado el fuego de cañón las partidas rebeldes, y en poco
tiempo abrieron brecha para el asalto. Tirano Banderas intentó cubrir el
portillo, pero las tropas se le desertaban, y tuvo que volver a encerrarse en
sus cuarteles. […]
Tirano
Banderas salió a la ventana, blandiendo el puñal, y cayó acribillado. Su
cabeza, befada por sentencia, estuvo tres días puesta sobre un cadalso con
hopas amarillas, en la Plaza de Armas: El mismo auto mandaba hacer cuartos el
tronco y repartirlos de frontera a frontera, de mar a mar.
Ramon del Valle-Inclan, Tirano
Banderas
SU JUEGO FAVORITO
Salomé Guadalupe Ingelmo
En medio del escenario, un trilero impecablemente trajeado
espera, acechante cual tarántula venenosa, tras su mesita plegable. Sobre ésta
destacan, incitantes como hongos tóxicos, tres cubiletes de brillantes colores:
atractivos, irresistibles para cualquier ojo. Otro individuo, un transeúnte de
paso, aminora la marcha. Titubea… Parece dispuesto a pararse y probar suerte. El
trilero finge no reparar en él; pero en realidad lo vigila, observando
atentamente de soslayo. Quizá haya caído en la red otro mirlo al que desplumar.
TRILERO:
(Simulando indiferencia) Ah, ahí veo un caballero que quiere probar suerte.
(Comienza maquinalmente, con cadencia
monótona pero persuasiva, su retahíla bien aprendida.) Sólo por un
papelito, toda una ronda. Un papelito: tres intentos. Un voto: tres intentos.
Vamos, que lo estamos dando. Lo estamos regalando. Nos lo quitan de las manos. (Dirigiéndose directamente a él. Dando el
golpe de gracia a su incauta presa.) Anímese, hombre, que hoy lleva la
suerte escrita en su cara.
El individuo común de mediana edad, un hombre cualquiera
vestido con ropas bastante usadas y con el cansancio vital tatuado en el
rostro, decide reconstruir esa fe que perdió a fuerza de ver cómo otros se
limpiaban los zapatos sobre ella. Porque a veces incluso suceden milagros,
tiende sin mucho convencimiento la papeleta electoral. Ésa que el trilero hace
desaparecer inmediatamente, visto y no visto, en el bolsillo de su chaqueta de
marca.
(Con sonrisa bobalicona y el mismo tono ridículo que emplean
para dirigirse a los bebés quienes creen que estos son estúpidos. Incluso
moviendo las manos en el aire como si se dispusiese a hacerle los “cinco
lobitos”.)
¿Dónde está la ayuda a la dependencia? ¿Dónde está la bolita ganadora? (Canturrea entusiasta igual que si le
hablase a un perro al que estuviese a punto de lanzar un palo; sólo por
entretener su atención.) ¡Sigue la bolita, sigue la bolita!
Comienza a mover los cubiletes cada vez más rápido. Hasta
alcanzar una velocidad vertiginosa que nada tiene que ver con los movimientos
casi torpes de que hacía gala al comienzo de su exhibición. Una velocidad
imposible de seguir para ojo humano alguno. El hombre, impertérrito,
aparentemente seguro de sí aunque aún sin traza alguna de entusiasmo, indica con
su índice un cubilete. Entonces para en seco la frenética danza.
(Fingiendo un pesar que no siente sólo con las palabras; pero
demostrando al tiempo, mediante su tono de voz, una alegría despiadada e
impúdica. Con evidente recochineo.) ¡Ooooh… Cuánto lo siento! Aquí sólo hay un recorte
(Levanta el cubilete únicamente por unos
segundos, para dejarlo caer inmediatamente sobre un contenido que en realidad
nadie ha tenido tiempo de comprobar. Un ligero desconcierto se pinta en el
rostro del desconocido. Hay algo que no logra entender: algún detalle ha
escapado a su atención. Ese final no estaba previsto. Parece intentar
reflexionar, volver mentalmente sobre sus pasos para descubrir el error
cometido. Pero el trilero no le da tregua. Apenas observa un destello de
lucidez en el rostro del mirlo, comienza de nuevo su hipnótico espectáculo.) ¿Dónde
están las subvenciones a la educación y la cultura? Y sigue la bolita, sigue la
bolita… (El hombre, esta vez, titubea.
Extiende una mano ligeramente temblorosa y señala lentamente el cubilete
central. Se apresura a anunciar el trilero, incluso antes de levantar muy
fugazmente el cubilete.) ¡Qué peeena! … (Con
desvergonzada sonrisa.) Falló de nuevo. (Sin
abandonar la sonrisa, pero en tono de abierta amenaza.) Tercer y último
intento. (El hombre, visiblemente
nervioso, suda copiosamente y se retuerce las manos. Sabe lo que se juega. Saca
un pañuelo del pantalón y se seca la frente. Mira de un cubilete a otro
desesperado. Y se retuerce de nuevo las manos. Se lleva los dedos a la sien
confuso, como intentando aferrar sus pensamientos. Pero el trilero no le
concede tiempo para reflexionar; en eso consiste su talento. Ahí reside, precisamente,
el secreto de su éxito.) Vamos, vamos. Que esta vez es la buena. ¿Dónde
están las prestaciones sanitarias públicas?
(El hombre, obviamente, yerra.) Perdió de nuevo. Mala suerte, amigo, habrá
de esperar a la próxima.
El hombre común, con las mandíbulas desencajadas por el estupor
y el desconsuelo, eleva tímidamente un dedo como pidiendo un turno de palabra
que el guión no contempla. Y así se queda: con el índice ridículamente
levantado, señalando a un cielo que se diría ausente.
(De repente el trilero decide ignorar al perdedor, que ya no
tiene nada más que ofrecer, como si éste ya no existiese; como si hubiese
desaparecido por arte de magia. “Si te he visto, no me acuerdo”. Con la voz
odiosa de quien desea manifestar sin pudor su tedio. Más o menos con la misma
voz con la que ciertas enfermeras llaman a los pacientes a la consulta del
médico.)
Siguiente. (De nuevo, súbitamente
obsequioso, Mr. Hyde da paso al Dr. Jekyll ante la promesa de un nuevo cliente.
Se dirige sonriendo a una futura presa sin rostro, alguien que el público aún
no puede ver sobre el escenario, pero que se imagina dolorosamente familiar. Y
sigue vendiendo con entusiasmo su humo.) Puede usted probar suerte por el
módico precio de… un voto, caballero. (Y,
así, el espectáculo comienza de nuevo.) Un papelito: tres intentos… ¿Dónde
está la justicia gratuita? ¿Dónde se esconden los subsidios de desempleo?
¿Dónde, la subida de pensiones? Vamos, vamos, que el que lo encuentre, se lo
queda. (Su sonrisa se desparrama como
miel sobre tostada que observa golosa la mosca) Pruebe suerte, señor, que
hoy puede ser su día. Nos lo quitan de las manos. Lo estamos dando. Lo estamos
regalando.
De fondo, a lo lejos y con un volumen muy discreto, casi
tímido, con aire cansado pero no vencido, comienzan a sonar las estrofas
finales de Hey you, de Pink Floyd.
Interpretado preferentemente por David Gilmour, más que por Roger Waters (a
pesar de su autoría). Hasta llegar al desenlace: “Together we stand. Divided we fall. We fall… we fall… we fall”.
José Casado del Alisal, La campana de Huesca |
Black Sabbath, Eternal idol