La chicharra |
Érase una vez un reino en el que al soberano le crecían los enanos cual
jugador de baloncesto, tal vez, de balonmano. Donde cada día se sacrificaban inocentes,
lanzados a las fauces de los poderes oscuros –ríete tú de Sauron– para saciar su infinita hambre: parados,
niños, ancianos...
Érase una vez un sin dios en el que los hombres de bien, finalmente,
supieron poner orden. Y vivieron felices comiendo perdices o, según las
preferencias de cada uno, cualquier otro
producto cárnico –o no, que el pescado es igualmente respetable– libre de
sospecha y de trazas de equino.
Vivir del cuento es amasar la
amargura circundante, la realidad más desoladora y, con enorme esfuerzo y amor,
convertirla en belleza plástica. Tal vez, con un poco de suerte, incluso en
esperanza.
Vivir del cuento es recordar a
nuestros semejantes que aún existe la magia. O recordarles que la magia se
conquista y se reconquista cuando se empeñan en robártela; que es patrimonio de
la humanidad y no de unos cuantos. Que hay otros mundos, pero están en éste. Y
si éste te lo dejas arrebatar, después será demasiado tarde para lamentos. Vivir
del cuento es, también, dar testimonio de la injusticia y espolear las
conciencias cuando hace falta.
Porque el artista, aunque les
pese a quienes nunca han entendido –y
difícilmente entenderán ya– de
pluralidad y democracia, es perpetuamente célibe; no se casa con nadie. No es
un buen político. A veces, ni siquiera es diplomático. No le da una a Dios y
otra al Diablo. Él elige quedarse en el Purgatorio, y procura aliviarle el
descuento de la pena a los condenados. Tiene la manía de objetar. Deformación
profesional: de corregir y poner los puntos sobre las íes en los cuentos mal
redactados, aunque vengan de lo más alto. No da al cesar lo que es del cesar y
a Dios, lo que es de Dios. Se siente tan Robin Hood como cristiano: de poder, le
daría lo que es del césar al ciudadano.
El artista es y ha de ser un
perro sin dueño, sólo con rebaño. Y únicamente a éste ha de deberse. De forma que
morder la mano que pueda tirarle algún mísero hueso de vez en cuando, si es la de
un pastor cruel para las ovejas, está justificado.
Qué buen siervo sería el artista,
de tener un buen amo...
Por supuesto todo esto no es más
que teoría. Porque ahora son ya tantos los que viven del cuento… La buena
praxis ha caído en el olvido, y se mezclan churras con merinas. Cuando no es lo
mismo un profesional de la palabra que un trilero. Los lobos –con perdón de estos nobles cánidos– se disfrazan de ovejas y, valiéndose
de su superioridad en absoluto numérica, se resisten a enseñar la patita. Como
si no nos hubiésemos percatado ya de que hay garras donde debiera haber pezuña.
No me extraña que la profesión
esté perdiendo su bien merecido prestigio de antaño. Con esta competencia desleal
e intrusión de torpes aficionados, el cuento se está malogrando. Ahora se lanza
con violencia, cual dardo, desde púlpitos poco apropiados. En lugar de
destilarse amorosamente sobre la entregada audiencia. El cuento sin amor y
honestidad no es cuento sino otra cosa. No ha de confundirse la vulgar mendacidad
con uno de los bienes culturales más preciados de la humanidad, con un género
respetable y enriquecedor.
Por eso, los ministros a lo suyo
y los escritores y demás profesionales de cualquier disciplina artística, a lo
nuestro.
Como decía Miliki, había una vez…
Sólo que éste ha perdido toda la gracia, y no nos alegra ya el corazón.
Reza el refrán que la cabra
siempre tira al monte. Yo espero que no sea así; sólo me faltaba encontrar semejante
espécimen en tan sacro santuario. O al menos, en la parte que otros compañeros
de manada tengan a bien dejar sin privatizar.
Si Rodríguez de la Fuente levantara la cabeza…
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El avaro,Bruck Lajos |
Para escuchar a Eduardo Aute interpretando Siglo XXI