Catedral Nueva de Plasencia |
Pongo la televisión y veo a un policia abriéndole la cabeza con una porra a un menor de trece años. Agrediendo después a su familia, que intenta pedir ayuda, mantenerle a él y a sus compañeros, algunos de los cuales tampoco encuentran escrúpulos para usar la violencia, alejados del herido. No es Somalia o Afganistán, sino Tarragona.
El menor no es ni siquiera un manifestante –lo que tampoco hubiera justificado la brutalidad gratuita– sino lo que "ellos" probablemente definirán como un "daño colateral"; un chiquillo cuya familia cometió el terrible error de salir a pasear. Es decir, a mí me sueltan la cadena y yo agredo a bulto; la cosa es saciar mi sed de sangre. Porque alguien quiere recordar a todos que la calle es suya, y no desea que quede ninguna duda al respecto. Por eso, ahí estoy yo para hacer el trabajo sucio.
Me pregunto si este individuo será igualmente valiente a cara descubierta, sin el uniforme de antidisturbio, sin su escudo y su porra. Me pregunto si se atrevería a enfrentarse a esa madre de paisano, desarmado –doblemente desarmado por carente de razones–. Y sinceramente lo dudo. El valor suele ser inversamente proporcional a la agresividad. Si luego ésta se ejerce sobre los más débiles e indefensos... En efecto resulta aún más repugnante.
Me pregunto si el susodicho individuo –y los compañeros que le secundaron sin empacho– conoce el significado de la palabra remordimiento. Aunque me extrañaría. Me pregunto si tiene familia. Si mañana podrá mirar a los ojos a sus hijos, a su mujer, a su madre... Me pregunto si los suyos podrán mirarle a la cara a él.
Existen muchas formas de violencia, toda detestable: explícita o, mucho más inquietante, encubierta y enmascarada. Existe, también, la violencia institucionalizada. Un género que, justamente, ha costado gobiernos en el pasado, incluso en el reciente.
Métodos propios de otros funestos periodos, de otros abominables régimenes, ¿no nos dan mala imagen en el extranjero? Porque entiendo que en este país para algunos, como siempre, los ajenos –o según qué ajenos, según su estatus– cuentan más que los propios. Y la imagen, mucho más que las ideas. Que en ese sentido, las convicciones resultan siempre un incómodo lastre.
Yo, por supuesto, puedo recibir órdenes. Pero como individuo independiente que soy, tengo conciencia. ¿Acaso no nos repugnan los crímenes contra la humanidad cometidos durante la Segunda Guerra Mundial? ¿Acaso no reprobamos a quienes los cometieron, los mismos que se justificaron diciendo que sólo cumplían órdenes de sus superiores? Un soldado se deshonra antes desobedeciendo a la más elemental humanidad que a sus mandos.
Quizá haya llegado el momento de decidir de qué parte está cada uno, dónde ve la justicia y su causa. Hace muchos años ya, en 1917, otros seres humanos que podrían haberse escudado tras el mismo razonamiento, que podrían haberse limitado a actuar cumpliendo órdenes, se plantearon la misma pregunta. No es cuestión de colores; hay personas de buena voluntad en todos los ámbitos políticos y religiosos. Es cuestión de algo mucho más básico e irrenunciable: de dignidad, honestidad y fidelidad a principios que están por encima de nosotros mismos.
Samaritana, Julio Romero de Torres |
Para escuchar al grupo Quilapayún interpretando La muralla
Quilapayún tuvo su primer concierto en Madrid en el añorado pabellón del Real Madrid. Era una sala enorme, lo que preocupó a los organizadores. Fue lleno total. El ambiente, fraternal y conmovedor. Puedo dar testimonio porque yo esta allí. No era mi primer concierto. Corría el 1977, yo tenía cuatro años, pero curiosamente lo recuerdo. Recuerdo en concreto cómo participaron todos los asistentes en esta canción. Lo recuerdo como si fuera hoy. Quizá por según qué cosas no pase el tiempo.